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ANA GARCÍA BERGUA
SEÑORAS EN LA FARMACIA
Cosas curiosas pasan en la cola de la farmacia cuando una va a al anochecer, ya sea para comprar aspirinas o cosas peores, de las que la mantienen a una en estado plausible, y héte aquí que no soy la única. Hay muchas señoras en la cola de la atardecer, a saber por qué; será que a esa hora nos duele algo, o quizá nos acordamos de que estamos enfermas, qué sé yo. Pero eso sí, casi siempre todas vamos de lo más dispuestas a conversar: que si lo mejor para la afonía es el destilado de cebolla con azúcar, o bien de rábano (la usan los cantantes), que si las poderosas gotas africanas que toman los zulúes para seguir corriendo por la selva sin estornudar son un prodigio: luego de tomarlas, dan ganas de calzarse el taparrabo y ponerse a corretear por Insurgentes. Que si la hormona ya subió (de costo), o si es prudente ofenderse, deprimirse o alegrarse cuando a una le preguntan si trae la credencial del insen. Además, hacerle caso a una cofrade de la cola de la farmacia hace que la automedicación no lo parezca; sí es automedicarse, pero en coro. Eso sí; hay días más raros que otros. Por ejemplo, hace unas semanas. Hacíamos una larga cola en la farmacia, muchas señoras maquilladas y con nuestros pants al atardecer. La señora de hasta adelante –la llamaremos señora x–, nerviosa, con su hija, buscaba y rebuscaba quién sabe qué cosas, sin decidirse por tomar nada y armaba un gran alboroto, mientras las otras hacíamos nuestra cola con paciencia de santas, mirando al cielo que constituyen los pedazos de plásticos iluminado que cuelgan ahora los decoradores, y suspirando. Nuestras cajitas de pastillas esperaban en el mostrador para ser cobradas por un boticario cada vez más obnubilado por los movimientos incesantes de la señora x y sus preguntas disparatadas. Como no cesaba de sacar y guardar frasquitos y además no dejaba que el hombre atendiera a nadie más, las otras avanzábamos nuestras cajitas como si cualquier cosa, un centímetro más, otro menos, un trenecito de afecciones, hasta que la señora x nos las echó hacia atrás de un manotazo. No sabía qué llevarse, pero su lugar en la fila no lo iba a perder. Nuestras cajitas se pegaron unas a otras como en un desastre ferroviario. Las otras las volvimos a separar, con amabilidad nerviosa.
–Disculpe usted, no la voy a hacer pagar mi antidepresivo –me dijo con ánimo desolado la señora a mi izquierda (digámosle la señora y).
–Ni yo a usted mi anticonvulsivo –le contesté, bastante convulsionada por la situación.
–No, si estamos para el arrastre –murmuramos a dúo, echándonos una mirada que fue de comprensión y aliento (así somos las señoras de la cola de farmacia).
Mientras tanto, la señora x seguía mareando al pobre boticario con el busque y rebusque. Al final, le extendió una receta como quien no quería la cosa.
Yo estaba segura, dado su comportamiento un poco maníaco, de que había pedido un ansiolítico, si no es que de plano un antipsicótico, o de perdida algo contra el cólico nefrítico. El boticario respiró hondo y se detuvo a estudiar la receta.
–Tiene la fecha cambiada, señora, no se la puedo surtir.
La señora x había logrado marear al boticario, pero no le había quitado la inteligencia para estudiar a fondo las recetas. Entonces dicha señora y su hija prorrumpieron en insultos. La hija de la señora x le decía al boticario que un hombre como él no le iba a decir a una señorita como ella etcétera, etcétera, y que además a ella no se le hablaba así y etcétera, etcétera. Quizá no querían un antipsicótico, sino un antiaristocrático, pensaba yo. La señora del antidepresivo estaba muy deprimida para reaccionar, y yo, la señora del anticonvulsivo, pensé que si seguía ahí me iba a dar algo (somos gente muy misteriosa). La verdad es que con la señora x y su hija formábamos un lindo ramillete, como decían en el siglo xix, cuando las señoras a una edad ya nada más se ponían borrachas. Y el boticario nos tuvo que decir que nos atendía después.
Pensé que lo mejor era regresar en otro atardecer, esperando que esa vez me tocara la cola de las griposas o las de la pastillita para la presión, de conversación más ligera. Eso sí, ya aprendí que no hay que quedarse mirando fijo el condón con anillo vibrador cuya cajita cuelga de la caja registradora (está de oferta), porque los boticarios te miran feo. Y no entiendo por qué, yo sólo quisiera leer las instrucciones y ver si llevan pila –sería un poco delicado–, pero con esa letra minúscula no hay quien entienda nada.
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