Rembrandt en su propia existencia
Miguel Ángel Muñoz
A Ives Bonnefoy, amigo y maestro inseparable
Un silencio casi absoluto en sus autorretratos, en los que sólo desearíamos escuchar música; detenernos en esa mirada tan decidida, sorprendente y alumbradora. De hecho, Rembrandt es uno de esos artistas que descubren la luz de la mirada, la claridad del alba, el horizonte regresando a su línea más simple, la evidencia de un gesto o una mirada, que fueron conquistados con una intuición todavía incierta. En un recorrido inmerso en suspensión de cualquier aliento, fue el que hice en la National Gallery de Londres, en 1999, cuando por vez primera observé la exposición titulada Rembrandt por sí mismo, la única que se ha organizado basada exclusivamente en sus autorretratos, y que reunía casi un centenar de obras, la mayor parte de las cuales eran autorretratos ochenta y seis, para ser exactos, pero que también pertenecen a discípulos y colaboradores de su taller, algunos de tan excepcional categoría, como el del legendario Carel Fabritius, cuya trágica muerte nos ha privado de ver su grandeza creadora, y otros de aprendices, como Ferdinand Bol, Gerard Dou o Philips de Koninck.
Otra parte fundamental de la muestra estaba plagada de diosas, Dianas, Junos, y de heroínas bíblicas o paganas, Susanas o Lucrecias. Detrás de esas figuras legendarias, con sus disfraces teatrales, siempre creemos reconocer a las mujeres más cercanas a Rembrandt, las protagonistas de su vida. Su madre, Cornelia, que de vieja llegó a parecer un árbol o una roca. Su rubia esposa, Saskia van Uylenburgh, símbolo de la brevedad de la dicha. Geertje Dircks, la nodriza contratada a la muerte de Saskia para cuidar de su hijo Titus, y que fue amante del pintor. Y desde luego, la compañera de sus últimos años, la morena Hendrickje Stoffels. La búsqueda de estos rostros familiares ha llevado a veces a suponer que cualquier imagen de una mujer sin nombre en la obra de Rembrandt tenía que representar a su madre, su esposa o su amante. El caso más extremo sería el de la Mujer en el lecho (ca. 1645, National Gallery of Scotland), en la que se ha creído reconocer a las tres mujeres de la vida amorosa de Rembrandt: la esposa Saskia, la nodriza Geertje y la criada Hendrickje. Por eso sus cuerpos femeninos son más conmovedores que ninguna belleza clásica.
No es necesario subrayar la importancia de Rembrandt (1606-1669), pues es sin duda uno de los artistas más apreciados del arte moderno occidental y uno de los que más ha influido en los últimos trescientos años, como lo demuestra la pasión que por él sentían Goya, Reynolds y Chardin, que lo consideraban, junto con Velásquez, sus únicos maestros. En el siglo xx, Picasso y otros grandes artistas le han rendido múltiples homenajes a su grandeza.
El autorretrato fue un tema capital en la trayectoria de Rembrandt. En cada uno de ellos refleja lo moderno de su espíritu y, por consiguiente, lo que más fascina y sorprende de su obra. Rembrandt se autorretrató a lo largo del casi medio siglo que estuvo activo como pintor, lo que supone una "crónica" exhaustiva de la transformación de un rostro, mejor que simplemente de la evolución de una personalidad.
De un primer autorretrato, fechado en 1626, cuando el artista tenía veinte años, hasta sus más célebres, que fueron pintados en 1669, el año de su muerte, vemos la evolución entre la efigie borrosa de un joven tímidamente insinuada en un segundo plano y las impresionantes, abrumadoras y poéticas presencias solitarias de los tres autorretratos finales, que se nos descubren como una panoplia de momentos, situaciones, actitudes y expresiones que parecen relatarnos todo acerca de las vicisitudes objetivas y subjetivas que configuraron su vida y su obra.
Cuando elogiamos algunos de sus autorretratos, como por ejemplo Autorretrato como San Pablo (1661), que es un auténtico milagro, me digo: ¡qué poder el de la mano cuando decide poner un poco de blanco, un ligero toque de gris por el lienzo! En Rembrandt cada autorretrato cobra una fuerza singular, no sólo por su capacidad de penetrar en el alma humana, sino también por el simple hecho de ser genial. Podríamos poner un rostro y una expresión concreta a lo que sabemos de su agitada e intensa biografía, y lo hacemos con la certeza de que, quien ahí aparece, habla desde el fondo de sí mismo, desde ese ser en momentos felices o atormentados, y desde luego, el ser misterioso que oculta algo que nunca podremos descubrir o interpretar. ¿Qué mejor ejemplo de la grandeza del arte?
No hay inmediatez en los comienzos del pintor, pero tampoco hay allá donde su investigación lo llevó. Sólo existe ese deseo de lo inmediato que tantos pintores sienten. Delacroix, Van Gogh, Garache, el último Degas, y desde luego, Rembrandt, que se dejó arrebatar por ese sueño de presentar su desnudez, un tormento que otros prefieren ignorar. Jacob Rosenberg el gran especialista en Rembrandt se ha dado a la tarea de indagar y analizar el sentido histórico que tenía el autorretratarse en la época y el lugar en los que trabajó Rembrandt. Y apunta que esta manía de representarse a sí mismo no era "exclusiva del pintor, era una práctica generalizada que tenía que ver con la existencia de un mercado de aficionados que coleccionaban rostros famosos". Aun así, cada autorretrato del maestro holandés descubre una función dramática precisa, llena de elementos alegóricos y simbólicos. Y desde luego, en cada rostro, se puede seguir, paso a paso, el proceso de complejidad con que se construye la evolución de un pintor a través de su pintura. Y la luz que nos descubre, nos esclarece mejor la melancolía de uno de los períodos más ricos del arte ese fulgor, en verdad, ese lirismo y la claridad en obras como El hombre del casco dorado, El jinete polaco o Retrato de Hendrickje en el lecho. Es posible que Rembrandt no haya conseguido acceder al espíritu puro, pero supo, incluso antes de sus últimos cuadros, clavar su mirada en el enigma. Nos queda la responsabilidad obligada de una visita a Amsterdam para celebrar el enigma del cuatrocientos aniversario del nacimiento de Rembrandt.
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