Jueves 4 de mayo de 2006
ANTROBIOTICA
Lenguaje cifrado
Los tacos de canasta, parte esencial del paisaje de la ciudad Foto
TAL VEZ ALGUIEN, en un mundo futuro, atribulado por las recomendaciones del nutriólogo y los dietistas, consiga desaparecer de las ciudades la comida callejera. Si es así, acaso este papelillo atraviese los años y alguien más, por esa sola vez, lo lea. (A qué repetirlo: las adicciones se nos suben por todos lados. Volteas y ahí está el pobre diablo adicto a las compras de fin de temporada, la mujer toda flaca y gris que no puede sin el jalón de su espresso doble del Starbucks, el imposible adicto ¡al trabajo!, el que vive cada día atado al potro de los celos y las relaciones que nos acercan muchos escalones al infierno. Yo he sido también uno de ellos. Pero ya no: ahora, como otras veces lo he declarado, soy adicto a la comida callejera. Y los síntomas se me notan: cachete flagrante, panza redondeada, colesterol a tope. Como las otras adicciones, ésta ejerce sobre mí su tiránico régimen: en horas de oficina finjo deberes que no tengo para salir a probar las tortas de cochinita de la esquina de Alfonso Reyes y Tamaulipas; eludo con mentiras compromisos familiares para buscar el taco de pollo rostizado ahí afuerita del Metro Juárez... Llego, qué le voy a hacer, a juzgar a las ciudades por la dignidad de sus puestos de garnachas.)
IGNORO A LA perfección los muchos pasillos de la Tate Gallery de Londres, por ejemplo, pero sé que en los chippies de esa ciudad no hay que comprar papas a la francesa ni a las nueve de la noche, porque llevan ya cuatro horas de cocción, ni a las tres de la madrugada, después de la borrachera de varios pints de chela tibia, pues los crueles puesteros te venden papas prácticamente crudas -traen hasta una pequeña zona verde en el centro- con tal de que te vayas a tu casa y los dejes dormir. No he realizado nunca la necesaria gira por las vinícolas que están a un escupitajo de San Francisco, pero puedo dar la dirección exacta de los mejores jochos de Berkley, los larguísimos Top Dogs de Durant Avenue a la altura del 2534, asados hasta la crueldad, que no necesitan más que una delgada línea de mostaza para ser perfectos. A París lo quiero desmesuradamente -como tantos otros- pero menos por ser el hogar de Baudelaire, de Nérval y Gautier que porque algunas de sus calles huelen a pan y a mondongo, a café con leche y a chocolate, o, si te acercas al río por la rive gauche a la altura de la Catedral, a pitas turcas atascadas de carnero y papas a la francesa. En Manhattan he adoptado la naturaleza del nativo y camino comiendo rebanadas de pizza dobladas, sin voltear jamás para el cielo. (Hago lo mismo en Viena, pero sin voltear apabullado hacia los lados.) Por otro lado: qué triste caminar por Barcelona y no encontrar más que un ocasionalísimo, pinchurrientísimo puesto de churros con chocolate.
Y COMO NO : mil veces maldigo a los astros por no ser natural de Estambul o de Saigón -que los gazmoños se empeñan en llamar ciudad Ho Chi Minh- o de Bangkok, amadas capitales universales de la comida callejera, pero otras no cuesta tanto trabajo resignarse a haber nacido en México. De los tacos de carne asada al carbón allá en la playa más triste de Rosarito, con sus ponies deshidratándose bajo el sol, y los de camarón capeado con chela en el Félix de Ensenada, donde ningún chilango se salva del escarnio (¿cuántas veces aparecerán en estas páginas?, ni idea), a las tortas delgadísimas de cochinita pibil bajo otro sol inclemente, el del centro de Campeche, mojadas con pepino y guacamole e hipergeneroso y cruel habanero; de los tacos de cabrería allá entre el polvo de Hermosillo, que seca la garganta y los ojos, al pescado a la talla y al tizne mojándonos los pies en la espuma del mar de Guerrero; de las quecas de mantarraya guisada con honguitos en el malecón de La Paz (¡qué bien nos la estamos pasando acá y qué poco nos importan nuestras panzas ya!), a las tlayudas untadas con manteca y con un tasajo aventado ahí encima en esa esquina que está ahí, la de Libres, en Oaxaca; de las tunas amarillas de Zacatecas, más frescas que un chapuzón de agua nueva en el Infierno, a las jícamas con naranja y pico de gallo bajo el cielo bicolor de León; de la birria tatemada en el mercado, mero centro de Guanatos, con su sabor antiquísimo, a hombre descubriendo el fuego, a las cemitas por cada esquina de Puebla (las hay por miles: pápalo, aceite de oliva, chipotle, queso de puerco, quesillo) o a sus tacos árabes (los hay por cientos); de los tacos de papada de Richard en la Narvarte, los martes y los jueves frente al KFC -zarpa, pruébala: nunca has probado algo así-, a las quesadillas "peligrosas" de pescados en el secreto callejón de Cinco de Mayo, entre coyotes y objetos robados: voltees a donde sea, puedes saciar tus glotonerías.
SI DEL MUNDO o de México alguna vez alguien quiere vedar la comida callejera, ésta resurgiría en las catacumbas, como cuando los cristianos confiaban en que el juicio final estaba cerca, porque es un lenguaje cifrado que las ciudades saben hablar en voz baja, y que perdurará mientras perduren los hombres.
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