Usted está aquí: lunes 16 de mayo de 2005 Espectáculos The White Stripes arrojó bombas sonoras sólo con batería y guitarra en el Palacio de los Deportes

Jack White causó euforia e incredulidad; su actuación en vivo superó sus discos

The White Stripes arrojó bombas sonoras sólo con batería y guitarra en el Palacio de los Deportes

PATRICIA PEÑALOZA

Noche de blues rojo, blues explosivo, primigenio blues actualizado. Noche en que el DF presenció la definición en crudo de lo que significa el blues-punk. Noche paralizante la del sábado, en que el poder correoso del dueto de Detroit, The White Stripes, arrojó bombas sonoras de color blanco y rojo, con tan sólo una batería y una guitarra, directo a los corazones de las tres mil almas que pisaban el Palacio de los Deportes. Lástima que sólo duró hora y media.

Y es que la ejecución de Jack White en la guitarra provocó bocas abiertas, euforia e incredulidad: pequeñas se quedaron las interpretaciones de aquél en sus discos, pues en vivo se revela como un músico tremendo (que igual toca bien piano y marimba) y en particular como un guitarrista prodigioso, cuyo virtuosismo cochino, heredado de la mejor veta del hard-blues (no iniciado pero sí incendiado por Jimi Hendrix), puede ubicarse sin temor al error, al lado de Jimmy Page, con la adición de que le quita sicodelia para remontarse el blues más primitivo del Delta, y hacerlo pasar por el feroz filtro del punk y el garage, y la neurosis del nuevo siglo. No por nada los Rolling Stones son fans de este dúo.

A las 20:30 horas, el escenario era abandonado por The Green Hornes, banda abridora que nadie quiso escuchar. Fue a las 21:05 que, frente a una manta en rojo, blanco y negro, sobre la cual estaba dibujada una gran manzana, y más abajo decenas de palmeras, aparecieron la percusionista Meg White y el multinstrumentista, compositor y cantante Jack White, de rostro pálido, playera roja y pantalón negro con botones plateados de mariachi, tras tocar en Monterrey y Guadalajara. Desde el inicio, los hits arrasaron uno tras otro: Blue orchid, nuevo sencillo, abrió apetito, para pasar a Dead leaves and the dirty ground, y esa maravilla del Elephant, Black math. Todas energéticas. El ritmo deshilachado de Meg varía, los guitarrazos de Jack lo cubren todo, y su voz aguda y sensible llena cada rincón.

El público iba de los 15 a los 35 años: por un lado, la clase media sangraba tras pagar 500 manchadísimos pesos; más allá, la junioriza desahogada, elitizaba al rocanrol. Pero Jack sólo veía una audiencia entregada, a la cual cariñoso tiró un lazo: "¡Hermanos, hermanos!", gritó en español.

Exito tras éxito, el concierto no dejó ni un minuto de estar "arriba" en tensión y calidad; aprovecharían para tocar seis temas a incluirse en su próximo disco Behind me Satan; en ellos figuró un mayor uso de pianos de pared y teclados rhodes; sentidos temas acústicos en guitarra ídem, tipo flamenco; un hillbilly de a banjo, blueses sicodeli-punks, y hasta una bellísima balada-blues en marimba. Aunque eran canciones desconocidas, no aburrían de lo buenas que eran.

Desfilaría el sentimiento dolorido de We are going to be friends, y de los covers Jouline y I just don't know what to do with myself; la alegría de Hotel Yorba, Good looking for a girl y el hit Fell in love with a girl; la melancolía oscura de The hardest button to button; el blues clásico-expansivo de Ball and biscuit, uno de los tres o cuatro temas en que Jack desgarró frenético a su guitarra, haciéndola sonar como si fueran tres instrumentos, ya sea empleando octavadores, tocando la sexta cuerda a manera de bajo, o rechinando el slide como un demonio. Su táctica es sacar el mayor sonido posible al mínimo de elementos, pues aunque trae tres guitarras, por canción sólo usa una con un solo amplificador (si acaso emplea un solo efecto de distorsión). Varios comentaban: "¡¿Cómo lo logra?!" Sólo él lo sabe.

En cuanto a Meg y su batería, a un costado, Jack no dejó de tener con ella gran comunicación, con ojos y boca ("All right Meg!"), tanto así, que aquél tenía dos micrófonos: uno al frente y otro pegadito a la bataca, a donde acudía de pronto para agregar intensidad. Y para seguir confundiendo sobre su parentesco, no dejó de llamarla "sister" (hermana).

Tras un breve encore, la crudeza siguió con un blues a lo Janis Joplin, él solo en piano y voz: su canto conmovió de nuevo; cerraron con el mega-hit Seven nation army. "No puedo creer esta respuesta, no lo esperaba. No queremos irnos, pero tenemos que hacerlo", dice Jack visiblemente conmovido. La gente tampoco podía creer lo corto del concierto, todos con cara de coitus interruptus. "¡No cantó Meg!", decían unos; "¡qué poquito!", se lamentaban otros. Aun así, la satisfacción es infinita, pues el compromiso artístico de Jack lo ubica no como un rockstar ni como un roquero, sino como un músico verdaderamente interesado en enriquecer y no dejar morir al género, dotándolo de gran vitalidad y honestidad. A su lado, quedan aplastados el autismo de los Strokes, la pretensión de The Mars Volta, las bromas de The Hives, la oscuridad light de Interpol. Emotivo. Impresionante.

 
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