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México D.F. Lunes 15 de noviembre de 2004
Reprobable actuación del juez Eduardo
Delgado; pésimos novillos de Xajay
Lluvia de orejas ratoneras en la Plaza México
durante la segunda fecha de la temporada alta
Insólito: Leopoldo Casasola, herido y abucheado
Regresó César Rincón
LUMBRERA CHICO
Cortar una oreja en la Monumental Plaza México
o quitarle la cáscara a una semilla de pistache son acciones que,
para el esbirro, lacayuno, prevaricador juez Eduardo Delgado, tienen la
misma importancia artística. Por eso ayer, durante la segunda corrida
de la temporada alta 2004-205 -llamada también "grande", a saber
por qué-, ese pigmeo de la dignidad humana concedió cuatro
orejas (dos al malagueño Salvador Vega, una al colombiano César
Rincón y una más al mexicano Leopoldo Casasola), de las cuales
ninguna estuvo a la altura de las exigencias de una plaza de primera categoría
como se supone que fue algún día el coso de Mixcoac, hoy
reducido a corrala de trancas.
"Delgado
está grueso", comentó gráficamente un aficionado yucateco
en su oscurecida barrera de sombra, cuando la tarde clara y agradable se
había convertido ya en una fría noche del prematuro invierno
que azota al valle de México, una vez que hubo concluido la lidia
del sexto manso del encierro de Xajay, que incluyó un séptimo
cajón, excepcionalmente bravo, lidiado en primer término
por el caballista potosino Rodrigo Santos.
Montado en tres hermosas jacas de Laura Peralta, Santos
estuvo, como raras veces se le ha visto, brillante, airoso y puntual, galopando
ante los codiciosos cuernos mochos del abridor Bodeguero, al que
le clavó cuatro rejones de castigo, un par de banderillas a dos
manos y en buen sitio, dos rehiletes cortos, uno de ellos al estilo de
Calafia, así como la rosa, antes de hundir la hoja de peral muy
atrás del morrillo y rematar de un golpe de descabello, para saludar
desde el tercio.
Y entonces comenzó el desfile de novillotes inflados
con artificios veterinarios, vacíos de bravura bajo el peto del
caballo, huidizos a la hora de la muleta y en todo momento carentes de
emoción. Así fue Sabor a Mí, con supuestos
475 kilos, que le embistió con alegría al capote de Salvador
Vega y se fue amarrando al piso mientras el joven ibérico lo ligaba
muy bien con la mano derecha, cuajándole las tandas con más
oficio que arte, y lo padecía con la izquierda, porque el bovino
levantaba el testuz en medio de la reunión, en reiteradas advertencias
que culminaron en maroma cuando el diestro, en un cambio de manos por la
cara, olvidó que por la zurda el bicho nomás no pasaba.
Pero como se puso de pie con valor y tremendismo, los
villamelones, y el juez Delgado a la vanguardia de ellos, lo premiaron
con una oreja provinciana. El colmo llegó a la muerte del último
del encierro, Malagueño, de 510, un manso perdido al que
apenas rozaron con el pico de la puya, pero al que Vega le corrió
la mano en lentas, desangeladas y repetitivas verónicas, antes de
torearlo a media altura por derechazos y adornos ratoneros, siempre sobre
piernas, para liquidarlo de un espadazo calado que suscitó una petición
minoritaria y, no obstante, fue recompensado con otra oreja por Delgado.
César Rincón mostró su vieja clase
de muletero poderoso ante Tres Regalos, de dizque 465, al que despachó
sin pena ni gloria, pero sacó a relucir su sapiencia ante Cielito
Lindo, de 537, el más manso de los mansos, al que arrinconó
en tablas frente a la puerta de toriles y consiguió ligarlo en redondo,
una y otra vez, ensayarle no pocas veces el pase del desdén y matarlo
de una media lagartijera que, por supuesto, Delgado no vaciló en
homenajear con otra oreja complaciente.
Lo que nadie entendió, comenzando por el culto
público, fue lo que le sucedió a Leopoldo Casasasola, quien
después de pasar inédito ante el deleznable Aventurero,
de dizque 515, trató de resarcirse con Siete Mares, de 475,
que le avisaba por el pitón izquierdo. Y como no tomó en
cuenta ese detalle, el manso lo empitonó cuando le adelantaba la
suerte, le infirió una cornada en el muslo derecho y lo apaleó
en el suelo hasta dejarlo sin conocimiento. Pero el muchacho despertó
en la enfermería, regresó a la arena cojeando, quejándose,
y se zumbó al marrajo por derechazos y lo mató de un bajonazo
eficaz. La gente, conmovida por su valor, pidió la oreja, Delgado,
faltaba más, accedió a entregarla y -signo de la esquizofrenia
reinante en la fiesta brava-, cuando Leopoldo herido cogió el trofeo,
en los tendidos se produjo un abucheo furibundo y, cosa más rara,
el matador se retiró al hospital entre gritos y chiflidos de odio
auténtico. No cabe duda: el "magisterio" de Rafael Herrerías
comienza a dar frutos en el seno de la "afición". ¡Qué
tarde! ¡Qué juez! ¡Qué público!
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