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México D.F. Miércoles 10 de noviembre de 2004
Luis Linares Zapata
Bush: relección de sacristía
El renovado periodo gubernamental de Bush tendrá el formidable respaldo de 60 millones de votos: un torrente pocas veces alcanzado por anteriores mandatarios. Pero también reunió en su contra a otros 57 millones de estadunidenses, bastante más opositores que los tenidos por otros ganadores de esa presidencia. Dos ópticas válidas del mismo fenómeno electoral. Circunstancia que impele a meditar sobre sus consecuencias y sobre las líneas que definen tan crucial proceso social y político.
El imaginario dibujado por la campaña de Bush fue simple en su formulación y casi vacío de contenidos y métodos para llegar a concretar sus ofertas. Lo integraron dos apelaciones: una puso el acento sobre los valores morales que Bush alegó encarnar. La otra, radicándose en los siempre presentes temores colectivos, previamente alentados hasta la histeria, dibujó una imagen de firmeza ante la amenaza del terrorismo. Esas fueron, al elevarlas al rango de prioridades, las categorías discriminatorias para elegir al mandatario.
Y, en ellas, ahora lo sabemos de cierto, fincó Bush su victoria. Y tras ese imaginario se movilizaron millones de enardecidos y creyentes estadunidenses, atraídos por un mensaje lanzado a través de inmensos megáfonos que, a nivel del piso social, transformaron en acciones específicas efectivos predicadores de variada afiliación religiosa. Un enjambre de ciudadanos de clase media y media baja acudió al llamado. Formaron una mayoría rural y semiurbana asentada en los estados del sur y en el medio oeste. A ella se unió una masa multiforme de hombres y mujeres en edad de retiro y los bien organizados cubano-estadunidenses que pueblan la Florida; y - šoh contradictoria sorpresa!- habitantes del económicamente golpeado estado norteño de Ohio que resiente, más que todos, los efectos del desempleo inducido por las decisiones del gobierno de Bush. Sin recalar en la ironía de su voto, los vecinos de ese estado acudieron en tropel, impulsados por pulsiones internas de corte moral, para dar a Bush y su pandilla el voto decisivo para la victoria. Se hizo así, presente, el peso formidable de un mundo conservador que creyó en el mensaje de los valores tradicionales como palanca y medio para salvar al pueblo estadunidense en estos terribles momentos de peligro. Delinearon entonces a un votante sui generis que asiste, con frecuencia, a servicios religiosos y no duda en imponer, sobre otros, los propios temores y deseos provenientes de sus categorías éticas. Un elector que se sintió menospreciado por los liberales del este, por los inteligentes, por la gente bien, por Kerry y su esposa. Ciudadanos que ponen por delante su patriotismo y sus enfoques valorativos ante la vida aun a costa de infligir a los demás (iraquíes, por ejemplo), daños irreparables. Un elector que no dudó en apoyarse en sus prejuicios, en su ignorancia y hasta en contra de sus conveniencias financieras para dar al mundo entero una lección de democracia a su peculiar estilo redentorista.
Su opositor, en cambio, apeló a motivos más terrenales: la economía y su conducción, el empleo, la seguridad social y los errores cometidos en la guerra contra Irak. A su conjuro respondieron aquellos estados que agrupan a lo más moderno de ese país del este y del oeste, con sus multiformes y delicados entramados sociales, sus universidades de elite, los centros de investigación avanzados, los grandes sindicatos y sus feroces luchas que ya duran más de un siglo. En fin, por esos abigarrados centros urbanos de gente educada, de espíritu profundamente democrático y jóvenes deseosos de iniciarse en la vida pública e inducir los cambios deseados. Finalmente, un perfil de ciudadano que cualquier nación quisiera agrupar detrás de sus liderazgos para orientarse, con razones y causas reales, con diagnósticos y objetivos bien planteados, en la azarosa empresa de gobernar un país. Máxime si se trata de uno tan poderoso como Estados Unidos de América.
Y esa clase de gente fue la que perdió la elección. No pudieron, a pesar de su capacidad organizativa, contrarrestar la avalancha temerosa y moralina que se les vino encima. Ahora padecen de angustia, de vergüenza y han caído en una profunda depresión que magnifica su derrota. Pero, al mismo tiempo, han lanzado el grito para reagruparse, para dejar de lamentarse por el descalabro, y se espera que salgan de nueva cuenta a las calles para dar las batallas que visualizan por delante.
Los partidarios de Bush, en especial los fundamentalistas, sienten que llegó el momento de ir hasta el fondo. De imponer, sin remiendos, su visión conservadora. De cristalizar sus ideales y darles forma de leyes, de presupuestos concretos. Pretenden inducir y modelar a la Suprema Corte de Justicia de esa nación hasta convertirla en el reflejo de sus intensiones mesiánicas. Quieren que ese alto tribunal responda a sus posturas, a sus pasiones y dé marcha atrás a leyes surgidas de cruentas luchas por los derechos humanos y sociales del pasado liberal. La disputa será sin cuartel. Y todo parece indicar que Bush y sus aguerridos seguidores darán la pelea sin acuerdos que unifiquen, sino con la determinación que divide y polariza.
Mientras esto se encauza por los senderos del campo político, del cultural o social, el déficit fiscal estadunidense crece hasta situarse en un horripilante 6 por ciento del PIB, cantidad similar a todo el producto anual mexicano. Su cuenta corriente de la balanza externa muestra también un agujero terrible, imposible de mantenerse sin inducir una crisis de seria magnitud, sobre todo si se piensa que China y Japón, principales financieros de estos faltantes, dan alarmantes señales de problemas propios que les impedirán seguir comprando bonos del tesoro estadunidense. Un panorama nada halagador para el mundo.
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