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México D.F. Miércoles 3 de noviembre de 2004
Arnoldo Kraus
Acerca de la indiferencia
Hoy se piensa poco y en muchas ocasiones se piensa mal. Pensar es un esfuerzo demasiado complejo para las masas enajenadas y difícil ejercicio para las clases pobres. Los primeros no reflexionan porque han sido consumidos por la creciente tecnología, y porque el tiempo es un valor cada vez menos entendido y cada vez más escaso. A los pobres, y a los muy pobres -lo digo, por supuesto, sin desprecio- les resulta demasiada carga confrontar el presente, por lo que cavilar puede convertirse en un lujo impensable. En nuestro medio el negocio para los fabricantes de "cultura de masas", como Televisa, es redondo: entre menos piensen sus enajenados más venden sus productos.
Pensar poco no sólo implica achatamiento neuronal. Implica acostumbrarse a que nada pasa y a que nada sucede. Permite que las riendas de los sucesos comunitarios y mundiales sean dominadas por los menos. Pensar poco no sólo es escuchar sin inmutarse las olas de telebasura, los discursos vacíos y estúpidos de los políticos o las sandeces de tantos y tantos prelados religiosos que prometen una mejor vida después de la muerte. Implica también indiferencia. Entre menos se ahonda en la realidad, y entre menos se penetra en el mundo, mayor la indiferencia.
La indiferencia es, en algunos, un síntoma; en los más afectados, una enfermedad. Enfermedad del individuo y en ocasiones de la sociedad. La indiferencia es un fantasma moderno que recorre el mundo. Que lo recorre y que lo asfixia y que ha alejado al ser humano del ser humano. La indiferencia es un estado de ánimo que implica neutralidad y por ende silencio; es un mal social porque apela a la neutralidad en tiempos donde ésta no puede existir. Es muy probable que la indiferencia social sea una de las metas fundamentales del poder, del poder. Del poder en cualquiera de sus formas.
La indiferencia se nutre de la tecnología, de muchas propagandas publicitarias, y del constante ruido al que está sometida la población que vive rodeada por algunos de los bienes de la modernidad. Al nutrirse de esas fuentes, el desapego social se incrementa al igual que el desinterés por el medio circundante. Todo un círculo: de la indiferencia, al desapego; del silencio a la injusticia. Así lo consideró Tadeusz Borowski, confinado en Auschwitz como preso político y no como judío: "Mira en qué mundo tan original vivimos: šqué pocos hombres quedan en Europa que no hayan matado a otros! šY qué pocos hombres quedan a los que otros no quieran matar!" El mensaje es claro: la injusticia es directamente proporcional, entre otras circunstancias, al grado de indiferencia.
Borowski acabó siendo víctima de su propio compromiso hacia el otro. Fue víctima de su lucha contra la indiferencia. Se suicidó con el gas de la cocina de su casa. Se suicidó como tantos otros que finalmente son víctimas de la indiferencia. Por eso la indiferencia es una enfermedad. Permite que unos fallezcan por el silencio de otros y lleva a la muerte, o a alguna forma de patología, a quienes se comprometen y luchan contra la indiferencia.
La indiferencia puede tener muchas acepciones. Algunos la consideran como la base del libre albedrío; otros, un estado síquico que hace imposible tomar decisiones, y hay quienes consideran que lo indiferente es lo que no pertenece ni a la virtud ni al vicio. En este escrito utilizo la que dice que es un "... temple de ánimo que cubre todas las cosas con un velo que las hace aparecer iguales" (José Ferrater Mora, Diccionario de filosofía, Editorial Ariel, 1994). Iguales debe leerse como inopia.
En nuestros tiempos, esa ausencia de ánimo, esa falta de movimiento, se nutre, como ya escribí, de la parafernalia encargada de distraer al ser humano y de minimizar el poder de la voluntad. Ese enrarecimiento mental -hace muchos años me gustaba hablar de esmog mental- deviene falta de compromiso y es una de las constantes más dolorosas de nuestros tiempos. La creciente indiferencia es la madre de muchos males. La prostitución infantil, los niños y las niñas en situación de la calle, y la gente que muere en la calle son, entre otros, ejemplos de esa enfermedad que se llama indiferencia.
La indiferencia es un estado que impide pensar, que evita el compromiso, que aleja. Es una forma de despersonalización, fruto de las vías insanas que ejercen algunos medios de comunicación y del exceso de propaganda y de ruido. El suicidio de Borowski -se había decepcionado, en la posguerra, del Partido Comunista Polaco- y sus palabras son un ejemplo brutal del inmenso poder de la indiferencia. Mucho de lo que sucede actualmente en las calles del mundo es producto de esa misma indiferencia, sólo que cincuenta años más vieja.
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