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México D.F. Martes 2 de noviembre de 2004

En bordados, cambios menos obvios pero constantes

Giro hacia la modernidad en la moda india de Chiapas

Las chamulas han liberado los colores del satín

HERMANN BELLINGHAUSEN ENVIADO

San Cristobal de Las Casas, Chis. 26 de octubre. El hábito no hace al monje ni el calzón de manta al indio, pero en los pueblos de los Altos la indumentaria tradicional y diferenciada sigue siendo determinante. Zinacantecos, chamulas, andreseros o pedranos (de Chenalhó) se distinguen secularmente por sus respectivos atuendos, que forman parte de su identidad.

Sin embargo, y como el resto de las tradiciones tzotziles y tzeltales de la región, las indumentarias son cambiantes, evolucionan. Lo han hecho siempre. En los dos años recientes, por ejemplo, las mujeres de Zinacantán y San Juan Chamula han cambiado los colores de sus blusas y gabanes. "Como que agarraron otra moda", comentaba hace días un indígena sancristobalense. Otro síntoma de cambio. Todo esto sin olvidar la innovación indumentaria que de manera indirecta trajo el levantamiento zapatista, con paliacates en el rostro o pasamontañas, así como los hoy famosos uniformes de insurgentes y miliacianos, todos indígenas y contemporáneos.

Durante tres décadas al menos, la totalidad de las chamulas vistieron sólo blusas de satín blanco o celeste, además de sus negras faldas de lana cruda. Ahora han liberado los colores del satín: amarillo mostaza, verde pistache o limón, morado, lila, azul marino. ¿Por qué no lo iban a hacer, si los hombres ya pueden ser punks o cowboys, al menos a ratos?

Las zinacantecas también dieron un giro drástico en los colores y motivos de sus primorosos bordados. Los llamativos y originales malvas y azules cerúleos del pasado dieron paso a un audaz negro y un morado profundo; al hilo plateado y los encajes nacarados. En Zinacantán, las blusas y los rebozos (y los chuj de los varones) experimentaron un cambio que vino a beneficiar, quién lo dijera, al guardarropa de la primera dama de la nación.

La señora Marta de Fox suele aparecer en actos indigenistas (pero también sociales y hasta algún Grito desde el balcón de palacio) con blusas de "nuevo bordado" zinacanteco en tonalidades oscuras, aunque recortadas al modo occidental para favorecer su figura y resaltar las pulseras, aretes y collares de plata y pedrería que acostumbra. Ha logrado combinar el estilo de las mujeres del hombre murciélago con sus faldas exclusivas y zapatos de piel y tacón alto.

Modernidad, tradición y demás. Las tojolabales de la selva, que desde hace mucho lucen telas sintéticas de colores fosforescentes y consistencia elástica, también han optado ahora por los tonos serios: de naranja y verde perico pasaron al café, el verde botella y el azul prusia.

En los bordados siempre extraordinarios de San Andrés, Magdalenas, Tenejapa y San Juan de la Libertad (El Bosque), los cambios también son constantes, aunque menos obvios. Lo que se transforma son las grecas y floraciones de sus huipiles; cuentan nuevas historias antiguas, pero a simple vista parecieran las mismas combinaciones de rojo, morado y amarillo sobre el blanco de la manta. Aquí, la modernidad está en el detalle.

Dos hombres jóvenes descienden del avión en el aeropuerto de Terán (Tuxtla Gutiérrez). Visten camisa, chamarra, pantalones y botas blancas, picudas. Impecables, de estreno. En la camisa de uno el pecho no sólo es rodeado por los flecos de hilo típicos del género, sino también por vívidas escenas de rodeo estilo Marlboro. Se mueven con recelo en los pasillos y timidamente recogen grandes bultos del carrusel de equipaje. Hablan en tzotzil, y se dirigen a Los Altos, de regreso a casa.

Encontraron en Estados Unidos esa indumentaria en talla chica. Les viene bien, aunque es perceptible una sensación de extrañeza en ellos mismos. Remiten al ensayo aquel de John Berger sobre los retratos del fotógrafo August Sander a campesinos alemanes de hace un siglo en trajes de ciudad: ropas estilizadas (saco, corbata) que no estaban hechas para esos cuerpos robustos y rurales. Algo equivalente sugieren estos cowboys chamulas que hasta el bigote intentan.

Por las terminales de autobuses de Tuxtla Gutiérrez, San Cristóbal de las Casas y Ocosingo cada día son más frecuentes grupos de indígenas que retornan de hacer el ilegal del otro lado. Suelen cargar, como todos los trabajadores mexicanos que vuelven del norte, grandes cajas, maletas y costales. Seguramente salieron hace meses de Chiapas en camiones tijuaneros o por cuenta propia, cruzaron el desierto ayudados por la resistencia física que les da su condición campesina, trabajaron duro, y traen dólares y cosas. (El nuevo fenómeno migratorio chiapaneco ha sido documentado recientemente en La Jornada por los reportajes de Juan Balboa.)

Notablemente, ahora se ven muchos viajeros indígenas en los vuelos comerciales que llegan a la capital chiapaneca. Se trata de migrantes que corrieron con suerte, impregnados de Texas, California, Oregon o Colorado. Las desechables chamarras de fibra térmica y los rompevientos de poliéster (y fabricación china) revelan nuevas formas, quizá pasajeras, de enfrentar el frío de las serranías de Chiapas.

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