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México D.F. Viernes 17 de septiembre de 2004
Fox olvida la bandera antes de salir
al balcón
Cunde fervor cívico en el Zócalo la noche
del Grito
"Primero, la patria", respuesta popular a quienes quisieron
manifestarse contra el desafuero de López Obrador
JAIME AVILES
Cuando Vicente Fox salió al balcón del Palacio
Nacional, entre rechiflas alborozadas y aplausos entusiastas, que eran
la expresión de una religiosidad patriótica genuina, desde
el centro de la plaza, como una ola sobre la playa, comenzó a rodar
una voz colectiva que machacaba "¡Obrador! ¡Obrador!", pero
fue más grande el "¡shhhhhh!" que logró imponer un
efímero silencio para otorgarle todo el monumental escenario a la
gastada voz del poder:
-Mexicanos, ¡vivan los héroes que lucharon
por la Independencia!
Presa de un misticismo civil más sólido
y arraigado que las pasiones políticas del momento, la muchedumbre
respondió:
-¡Viva!
Ignoraba que, de acuerdo con la liturgia militar de nuestro
país -en un acto fallido que atestiguaron millones de televidentes-,
Fox acababa de cometer un sacrilegio al darle la espalda a la bandera mexicana,
cuando ésta, portada por una escolta de cadetes, "se inclinó
ante sí misma", es decir, ante la banda presidencial que el mandatario
llevaba en el pecho.
En un lapsus fulgurante, Fox olvidó tomar en sus
manos la enseña que le ofrecían los cadetes, dio vuelta para
salir a encontrarse con el gentío, pero comprendió su error
y lo rectificó de inmediato. En esa condición anímica
asomó al balcón. Visto desde abajo, desde la multitud, lucía
nervioso. Tal vez por eso, cuando terminó de recitar la solemne
letanía de la fecha, coronada por el "¡viva México!",
el contorno de sus hombros se elevó sin suavidad antes de desplomarse
violentamente en la clara emisión de un suspiro de alivio.
A sus pies, una banda sinfónica acometió
con brío las notas de Jaime Nunó y miles de gargantas enfervorizadas
comenzaron a frasear los versos de Francisco González Bocanegra,
pero entonces, de repente, Fox terminó de cantar antes que nadie
y le dio la espalda al Zócalo, que aún coreaba: "Ciña,
oh Patria, tus sienes de oliva..."
Reaparecería, minutos después, más
sereno, para escuchar el Huapango de Moncayo y ver el pobre espectáculo
de juegos artificiales que estallaban en el cielo húmedo y pardo
sobre las torres de la Catedral Metropolina, mientras miles y miles iniciaban
una ordenada contienda de empujones, pisotones y quejidos buscando la salida
por 20 de Noviembre que era, en ese momento, la única puerta abierta.
Un muchacho imberbe, las mejillas pintadas de verde, blanco
y rojo, se encaró con una de las personas que habían tratado
de hacer de la ceremonia del Grito de Independencia un acto de protesta
contra el desafuero de López Obrador.
-Muy mal, ¿eh?, muy mal.
El increpado había permanecido tres horas al pie
del balcón central del palacio sosteniendo un globo en forma de
salchicha de dos metros de longitud, que exhibía precisamente la
leyenda "no al desafuero". Y esta fue su respuesta:
-¿Entonces tú estás por el desafuero?
El muchacho no lo pensó dos veces. Y dijo:
-No, pero primero es la patria y el desafuero después...
En ese orden.
Fiesta o estado de sitio
A las ocho de la noche, cortado hace rato por el ejército
y la policía sobre la calzada de Tlalpan, el escaso tráfico
debe desviarse a Isabel la Católica donde, pasadas dos cuadras,
lo detiene un segundo retén a la altura de Fray Servando. Los pasajeros
de los vehículos se convierten en peatones y son obligados a transitar
por las angostas aceras de 20 de Noviembre o de Pino Suárez, porque
el amplio espacio central de tales avenidas ha sido ocupado por una telaraña
de vallas metálicas y copiosas dotaciones de hombres de negro.
No es un clima de fiesta sino, por segunda vez en 15 días,
de estado de sitio en el corazón de la capital. Todo es grisáceo,
oscuro, lúgubre: el cielo, el silencio, el eco folclórico
de un mariachi imponente, el triste reflejo de la luz en los charcos. Y
se respira una honda tristeza. Adentro del cerco, la plaza contiene el
mismo número de personas que un día normal; luce medio vacía,
pero no medio llena. Y duele en los huesos algo llamado soledad.
Vigías zacapoaxtlas
Dentro de la plaza no hay puestos de comida y ni siquiera
vendedores de agua o refrescos, no se diga de alcohol. En cambio, el esquema
de seguridad es más que notorio. Una larga valla se extiende paralela
al palacio, a 50 metros de distancia de éste, de esquina a esquina;
la refuerzan unos cinco mil hombres de civil, con grotescos sombreros de
paja estilo zacapoaxtla. Miles más, pelados a rape, vestidos de
cualquier manera, observan, escuchan, empiezan a seguir de cerca a quienes
les resultan sospechosos.
Edith Márquez se desgañita con mariachis
en un escenario frente al Hotel de la Ciudad; a sus pies, menos de 20 mil
fantasmas la escuchan pero no la aplauden. El cronista habla con los paseantes
y la respuesta es la misma: en el pasado reciente, a esa hora -nueve y
media de la noche-, la plaza estaba a reventar. Es verdad: no hay entusiasmo.
Para los vendedores de banderitas que el primero de septiembre aparecieron
por todas las colonias capitalinas, esta temporada ha sido pésima.
"Nunca nos había ido tan mal", fue el diagnóstico de todos.
En las calles, en efecto -usted puede corroborarlo hoy
mismo-, uno de cada 50 automóviles lleva una bandera atada a su
antena. El símbolo no flamea tampoco en las ventanas de los grandes
edificios multifamiliares. Los restaurantes especializados en comida vernácula
han preferido adornar sus negocios con suculentas fotografías de
chiles en nogada. Cunde el desánimo en general.
Dentro del Zócalo -son ahora las diez de la noche-
se va compactando la presencia de la multitud, pero no hay alegría.
Lo que priva es un sentimiento religioso, insisto en ello; entre quienes
me rodean bajo el balcón por donde aparecerá Fox, hay una
familia que vino desde Tijuana sólo para compartir la ejecución
del rito cívico. Cuando un pequeño grupo exclama a coro -"no
al desafuero!"-, descubro el rostro de una mujer muy pobre que se dirige
a los que protestan con ojos de desesperación. Y dice:
-¡No, no! -abatiendo las manos para callarlos.
Y cuando en punto de las once de la noche aparezca Fox,
ella, como el resto, gritará "¡viva!" a todo pulmón,
y cuando Fox ondee la bandera nacional cobijado por el manto sonoro de
las campanas catedralicias, aplaudirá rompiéndose las manos,
no en honor del funcionario sino de la bandera misma. ¿Se habrá
reunido en ese Zócalo el último residuo de nacionalismo que
queda en el país? ¿O será que la noche del Grito,
más allá de cualquier cosa, es idolatrada como la Virgen
de Guadalupe?
Cuando todo termina y el río humano se derrama
por la desembocadura de 20 de Noviembre, cunden los empujones, los pisotones,
los quejidos, y saltan las voces prudentes que recuerdan: "¡Cuidado,
hay niños!". Voces precavidas que se repiten por doquier. Una fuerza
brutal se proyecta sobre la espalda del cronista, le causa dolor y lo obliga
a enfrentarla con enojo. Pero cuando se da vuelta ve ante sí a una
mujer rijosa, con dos niñitos en brazos y otro en el vientre que
reclama:
-No chille, no chille, aquí se viene a esto.
Primero la patria; lo demás, después.
¡Viva México!
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