México D.F. Martes 7 de septiembre de 2004
Luis Hernández Navarro
Autonomía sin pedir permiso
En 1994 Oventic era apenas una comunidad rural poco poblada cercana a cabeceras municipales de importancia como San Andrés. Diez años después, esta localidad se ha convertido en un centro urbano dotado de una escuela secundaria y un hospital lleno de pinturas murales y cooperativas, donde se asienta la junta de buen gobierno Corazón Céntrico de los Zapatistas Delante del Mundo.
Este explosivo crecimiento de la infraestructura urbana de la localidad -similar al que han vivido otros cascos urbanos en varias regiones de Chiapas- proviene del relevante papel político que desempeña. Los municipios autónomos de San Andrés Sakamchén de los Pobres, San Juan de la Libertad, San Pedro Polhó, Santa Catarina, Magdalena de la Paz, 16 de Febrero y San Juan Apóstol Cancuc pertenecen a él.
Oventic es una de las capitales de la rebelión indígena del sureste mexicano. Una muestra de que el zapatismo no es sólo referencia político-moral para la izquierda, sino un laboratorio de transformación de las relaciones sociales. Su dinámica de resistencia se ha convertido en una escuela de gobierno y una política alternativa.
Desde abajo, las comunidades en rebeldía han roto con las jerarquías de poder tradicionales. Terminaron con el monopolio de la representación política de ladinos y caciques indios, fracturaron las instituciones cerradas que los excluyen y reorganizaron los circuitos económicos y de intercambio. A lo largo de una década han nombrado nuevas autoridades, se han dado sus propias leyes y han impartido justicia conforme a ellas.
El informe sobre el primer año de actividades de los caracoles y las juntas de buen gobierno -Oventic incluido-, presente en el documento del subcomandante Marcos Leer un video, da cuenta de cómo, sin pedir permiso y reivindicando los acuerdos de San Andrés, los pueblos zapatistas construyen su autonomía, es decir, invierten las relaciones sociales. En los hechos se han dotado a sí mismos de un órgano de gobierno propio con funciones, facultades, competencias y recursos. Han retomado el control de su sociedad y la están reinventando.
No es la primera vez en la historia de Chiapas en la que grandes levantamientos indígenas se adueñan de las instituciones, reforman la práctica religiosa, fundan nuevos centros políticos, abren mercados, dominan los intercambios comunitarios y designan nuevas autoridades. Expresadas en clave religiosa, en 1712 y 1869 se produjeron en la región de los Altos revueltas de largo aliento contra el poder colonial, que dieron respuesta a la sobrexplotación que desorganizó su sociedad y provocó inestabilidad y penuria.
A diferencia de aquéllas, quien expresa las angustias y las aspiraciones del grupo no es un oráculo, sino una red de instituciones políticas laicas: los pueblos auto organizados. Si en Cancuc y Chamula eran la imagen de la Virgen Santísima y tres piedras de obsidiana parlantes las que emitían los mensajes que trazaban los fines colectivos y definían los medios para alcanzarlos, en 2004 son los propios indígenas organizados los que fijan su misión y los pasos para consumarla.
La insurrección de 1994, que desemboca en la Comuna de la Lacandona, avanza en la práctica en un caro ideal de los movimientos libertarios: la abolición de los gobernantes profesionales, la rotación de los funcionarios públicos, el rechazo a la idea de que la administración gubernamental sólo puede recaer en personas especiales. La complejidad inevitable de la vida moderna y el requerimiento de instancias de mediación política no han impedido que este laboratorio de nuevas relaciones sociales siga adelante.
La experiencia autogestionaria chiapaneca ha superado rápidamente las fronteras nacionales en las que cierta izquierda se refugia para ubicar su acción en una perspectiva global. Según Leer un video, los caracoles fueron visitados en un año por personas provenientes de 43 países, muchas involucradas activamente en tareas que rebasan la solidaridad tradicional. Van allí no sólo a ayudar, sino a vivir -así sea temporalmente- otra vida. Su participación no nace únicamente del deseo de ayuda a quienes se ve como desprotegidos, sino a su deseo de ser parte de un proceso autoemancipatorio. Los indígenas rebeldes no son víctimas a las que hay que asistir: son actores de una epopeya con los que se desea colaborar.
Si como señala Eugenio del Río (Poder político y participación popular) "lo que ha hecho la izquierda ha sido entregar al Estado la responsabilidad de la actividad solidaria y exigirle que la asuma adecuadamente", entonces la Comuna de la Lacandona ha recuperado la vieja pretensión socialista de transformar la sociedad a través de la asociación desde abajo, a escala planetaria, y ha fomentado una solidaridad horizontal novedosa y eficaz.
Este ejercicio de autonomía se realiza sin más cobertura legal que la que se desprende de los acuerdos de San Andrés. La autonomía no nace, en este caso, de un decreto legal; nace de la voluntad y decisión de quienes la ejercen en desobediencia. No es un régimen, sino una práctica.
No puede soslayarse que este laboratorio de nuevas relaciones sociales puesto a caminar existe pese a una presencia militar hostil, a políticas sociales que buscan mermar la base social rebelde y a la existencia de instituciones gubernamentales que coexisten en el mismo territorio en el que se despliegan las juntas de buen gobierno y los municipios autónomos.
La Comuna de la Lacandona recupera viejos anhelos de los movimientos por la autoemancipación: la liberación ha de ser obra de sus beneficiarios, no deben haber autoridades por encima del pueblo, los sujetos sociales han de tener plena capacidad de decisión sobre su destino. Su existencia no es expresión de una nostalgia moral, sino expresión viva de una nueva política.
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