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Obituario   - NUEVO -

P O L I T I C A
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México D.F. Sábado 31 de julio de 2004

Ilán Semo

Huellas de la memoria

El juicio público contra los responsables de los crímenes cometidos en 1968 comenzó, en rigor, hace 35 años. En la fría tarde del 2 de octubre de 1969, varios centenares de madres, padres y familiares de las víctimas que habían muerto o desaparecido durante el tumultuoso verano del año anterior se dieron cita en la Plaza de las Tres Culturas, junto con un puñado de activistas, para evocar la memoria de quienes habían desafiado el absurdo orden que regía al país. No iban en manifestación. Las demostraciones públicas estaban de facto prohibidas. Iban a velar a sus muertos, en señal de un duelo que al parecer está muy lejos de terminar. Las luces de la plaza estaban apagadas. Algunos vecinos se asomaron temerosos. Las veladoras crisparon la plaza iluminando apenas los rebozos negros. No había gritos ni porras. Acaso un par de mantas blancas, pintadas a mano, ondeaban en la oscuridad. Decían poco y, por lo visto, mucho: "Nunca, nunca olvidaremos"....

Tres años después, en 1971, una demostración de estudiantes intentó retomar las calles de la ciudad. Corrieron con la misma suerte. Los halcones, un grupo de choque entrenado por las autoridades del DF y el Estado Mayor, ahora sabemos que con el respaldo pleno del presidente Luis Echeverría, masacraron a los manifestantes. También llevaban la orden de arrancar sus cámaras a los reporteros. Algunos, los que resistieron, terminaron golpeados y maltrechos en los hospitales cercanos. Extraño que la prensa no recuerde ese momento como uno de los actos precursores de las libertades de que goza actualmente. En los días siguientes, Luis Echeverría prometió realizar una investigación de los terribles sucesos que, por supuesto, nunca se llevó a cabo. O mejor dicho: sí se llevó a cabo años después con el máximo sigilo, casi en la clandestinidad, que le podía proporcionar el poder de su amigo, el presidente José López Portillo, con el fin de exculparlo y liberarlo de culpas. Simplemente para que constara en actas. Finalmente, en el régimen priísta, la ley era para los enemigos, y la justicia para los amigos.

1968 y 1971 devinieron dos fechas sintomáticas de una práctica que se extendió por todo el país a lo largo de los años 70. El entrelazamiento entre el poder civil y el militar llegó a confundirse a tal grado que hoy sería ingenuo hablar de un Estado totalmente libre de ese rasgo que caracterizó a la mayoría de los estados latinoamericanos de la época: la inserción del búnker militar en las complejas redes que mantenían la estabilidad política. En México fue una inserción velada pero orgánica. Es decir, nunca se acercó a lo que fueron las dictaduras sureñas, pero tampoco fue un poder civil strictu sensus. Con el término "dictablanda", Daniel Cosío Villegas quiso alguna vez caracterizar a esta extraña amalgama que emparentó al Ejército y las fuerzas del orden con las familias y los grupos del poder. Es obvio que los estudios sobre la naturaleza de este híbrido aún están por comenzar, pero los efectos que tuvo sobre la sociedad parecen haber sido suficientemente contundentes como para desatar un enjuiciamiento público que ya se prolonga durante más de tres décadas, muy similar al que tuvieron que enfrentar regímenes muy distintos a él, como las dictaduras de Argentina y Chile.

El fenómeno no es fácil de explicar. Acaso a la indudable violencia con la que gobernó el PRI se sumó la insoportable arrogancia de un estamento político que acabó incumpliendo todas las promesas de modernización que legitimaron su naturaleza híbrida.

Más que para fincar responsabilidades y culpables, la batalla en torno al juicio contra Luis Echeverría y los responsables de la represión del 10 de junio de 1971 ha sido -y sigue siendo- una batalla por la escritura de la historia. Si está o no cargada con los inevitables tintes de la carrera hacia 2006 es un asunto menor. Para quienes comenzaron la larguísima marcha de la disputa por la memoria civil que se inició una fría y desolada tarde de 1969 en una plaza a oscuras salpicada por unas cuantas veladoras, 2004 es una fecha de consagración. Ver a ese estamento de autoproclamados "salvadores de la patria", "guardianes de la estabilidad", "conciencias de la seguridad nacional" y tantas otras estupideces que se arguyeron para justificar a un Estado que hizo de su excepción (la intervención militar en la política) una regla, sentados frente al Ministerio Público y acusados de genocidio por un fiscal de la Procuraduría General de la República, es un hecho que muestra cierta vocación y cierta tenacidad civiles de la sociedad mexicana.

Si el fiscal procedió con la suficiente eficacia o inteligencia jurídicas es un asunto que queda por debatir. Con un poco de apoyo y menos indecisión de Vicente Fox habría llegado seguramente más lejos. Por ejemplo, unas semanas antes de presentar los resultados de la investigación, ya había sido expedida una ley hecha a la medida para casos como el de Echeverría: la ley sobre desapariciones forzadas. Tal vez ése sea el camino legal.

Sea como sea, Luis Echeverría y el régimen que lo protegió ya han recibido su sentencia en el imagina- rio público. Los juicios de la memoria se han revelado como uno de los instrumentos más eficaces para desarmar los móviles de la acción autoritaria.

Más eficaces que la sustitución de una ideología por otra, de un gobernante por otro, de un partido por otro, incluso de un sistema político por otro. Sus efectos, desgarradores, necios, aparentemente vagos, parecen afectar los hilos más sensibles de la legitimidad política.

Pero Luis Echeverría y los halcones son sólo el primer capítulo de esta historia, que es mucho más sistémica que personal.

El segundo es, a ojos vista, la segunda guerra sucia que asoló al país entre 1988 y 1992, cuando la disidencia que derrotó a Carlos Salinas de Gortari en las elecciones presidenciales fue perseguida con consecuencias tan catastróficas como las que padecieron los opositores de los años 70. Y toca al Estado y a la sociedad abrir el expediente de esa memoria (todavía cautiva).

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