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México D.F. Viernes 16 de julio de 2004
Horacio Labastida
Alberto Barajas
No recuerdo si fue en 1952 o 1953 lo que relataré ahora. Agustín Yáñez, coordinador de Humanidades en el rectorado del maestro Luis Garrido, tenía su oficina al lado de la mía y de la correspondiente a la Sinfónica Universitaria, sujeta entonces al ilustre profesor Vázquez. En el primer piso de Donceles, ocupado por la rectoría, desempeñábamos nuestros quehaceres. Yo, director de difusión cultural, y Yáñez nos mirábamos a través del cristal que nos separaba; la sinfónica apenas cabía en un rinconcito con dos sillas y una mesa. Aquel día Yáñez me preguntó si cultivaba alguna amistad con Carlos Graef Fernández, físico sin igual, y el matemático Barajas. Con Carlos ya tenía largo trato, pero no con Alberto; pocas veces me encontré con él en la oficina de Nabor Carrillo, director en la Coordinación de Ciencias.
Yo dirigía la colección Cultura Mexicana, que había publicado obras de Romano Muñoz, Gonzalo Aguirre Beltrán, Alfonso Caso, Leopoldo Zea y Eduardo García Máynez entre otros eminentes catedráticos, y deseaba incorporar a científicos. Nabor Carrillo consideró sensato mi punto de vista y preguntó su opinión a Alberto Barajas. Su ironía dominó la respuesta. Horacio, me dijo, por fortuna ustedes los humanistas disponen de holgadas horas para escribir, aunque a las veces se duerman sobre la mesa. šViva el tiempo libre!, pero el científico se halla en todo momento angustiado por una incertidumbre que jamás lo deja en paz. Nosotros, Horacio, difícilmente resumimos nuestras meditaciones porque en todo momento se ven asaltadas por dudas sin solución de continuidad. La idea de editar libros científicos es buena y necesaria; lo difícil es que los textos puedan entregarse a la imprenta. Mi opinión, añadió dirigiéndose a Carrillo, es que no se busque a científicos y sí a los que difunden las ideas; sin ser científicos son buenos redactores. Nabor Carrillo se carcajeó de la argumentación de Barajas y éste hizo lo mismo. El asunto concluyó y en verdad nunca pude publicar nada de nuestros físicos y matemáticos.
Volvamos ahora al asunto original. La pregunta de Yáñez tenía una preciosa intención. Había decidido reunirnos con Nabor Carrillo, Barajas y Graef en conocido bar-comedor de Argentina y Donceles, frente a la librería Hermanos Porrúa, El Paraíso, lugar muy visitado por universitarios que buscaban buena comida y bajos precios.
Celebré la idea de Yáñez y el sábado siguiente rodeábamos los invitados una amplia mesa en El Paraíso, y entre las bromas, diretes y agudezas de Carlos, Nabor y Yáñez, que perdía su habitual seriedad, saltó sorprendente afirmación de Barajas. Supongo, dijo, que todos han leído La montaña mágica del Nobel Thomas Mann, y creo que les habrá impresionado la conversación que el sabio Settembrini tuvo con el enfermo Hans Castorp, en el sombrío hospital de tuberculosos, escenario de la novela. No oculto que me sentí desconcertado al oír de Barajas, dedicado ciento por ciento a su ciencia exacta, referirse a temas ligados a las causas profundas del dolor social. Con voz alta habló de la Ligue pour l'organisation du Progres, cuya finalidad, según las palabras de Settembrini, consistía en preparar la felicidad de las gentes eliminando el sufrimiento por medio de un esfuerzo político apropiado.
En los debates de la Ligue en Barcelona se aprobó poner en manos del público una enciclopedia sobre sociología del sufrimiento, en la que los males globales, sus categorías y variedades sujetaríanse a un estudio sistemático y completo, a fin de purgarlos y abrir las puertas al bien común.
En la sociología del sufrimiento, observó Barajas, se mostrarían los medios de eliminar conflictos de grupos, luchas de clases y choques internacionales. Despejados tales problemas, florecerían la dignidad y la felicidad. Al concluir, nos preguntó, Ƒustedes creen que sea posible un proyecto como el señalado por Settembrine a Castorp? Tomé de inmediato la palabra e indiqué que en cierta forma el texto de la Ligue había sido difundido en el siglo XIX por dos prominentes socialistas, Carlos Marx y Federico Engels, quienes apuntaron que la raíz de la infelicidad está enhebrada en la propiedad privada de los medios de producción, cuya vigencia induce necesariamente una desigual distribución de la riqueza y la cultura, y por tanto las contradicciones de ricos y pobres que activan guerras, opresiones, devastación de pueblos y multiplicados y enfermizos goces y poderes de minorías privilegiadas. El dolor no desaparecerá mientras unos cuantos tengan en sus manos el patrimonio espiritual y material de todos. Barajas comentó que estaba enterado de las ideas de Marx y Engels, subrayando que protestaba contra la dictadura de Stalin en la Unión Soviética. La dictadura es causa principal del sufrimiento en la historia.
La comida concluyó gratamente. Me preocupé por obsequiar a Barajas El capital, de Marx, y la Dialéctica de la naturaleza, de Engels. Pasaron semanas y en apretado diálogo con Barajas en la antesala del despacho de Garrido, no me ocultó su agrado con los textos que le había obsequiado y otros que compró: sentía alegría de que las humanidades alcanzaran altas calidades e iniciaran caminos para cambiar la infelicidad en felicidad. Suspendió sus palabras al ser llamado por el rector. Seamos dichosos. Barajas fue y es universitario ejemplar. Siempre mantuvo su compromiso con la verdad de la ciencia y el bien de la moral.
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