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México D.F. Sábado 26 de junio de 2004
El fallecido presidente chileno nació
hace 96 años en la ciudad de Valparaíso
Imponente legado, el que dejó Salvador Allende
a generaciones de latinoamericanos
"No soy caudillo, ni mesiánico ni providencial;
sólo soy un militante del socialismo", decía
Murió como vivió: luchando por sus ideales
y pensando en el bienestar futuro de su pueblo
XIMENA ORTUZAR
Hace 96 años, en Chile, nació Salvador Allende.
Su nombre se hizo conocido en todo el mundo en septiembre de 1970, cuando
ganó la Presidencia de la República en elecciones libres,
limpias y democráticas, con un programa de transformaciones profundas
destinadas a conducir a su país al socialismo. Era una experiencia
inédita.
Tres años más tarde, el 11 de septiembre
de 1973, su nombre fue titular en la prensa de todo el mundo: Allende,
derrocado por un golpe militar, murió en el palacio de go-bierno
de La Moneda defendiendo la legitimidad de su investidura.
Cumplió así la promesa hecha al pueblo chileno
de gobernar acorde con su programa, aun al costo de su vida.
Cuatro décadas de lucha
Desde su época de estudiante, Allende destacó
como líder de ideas de avanzada.
Al hablar de sus inicios, recordaba con admiración
y afecto al zapatero anarquista español del que aprendió,
en largas conversaciones en un cerro de Valparaíso, el ejercicio
de dudar, cuestionar y proponer, que no olvidaría nunca y que lo
caracterizó en cuatro décadas de luchas sociales desde di-versos
cargos: líder universitario, militante socialista, diputado, senador,
ministro y pre-sidente de la república.
Mucho se ha hablado acerca de la muerte de Allende, episodio
definitivo de una tra-yectoria consecuente, limpia de todo acto de corrupción
material o moral. Poco se ha-bla de su vida y de su obra, que conforman,
sin duda, su imponente legado.
El
mismo se autodefinía así: "He tenido siempre la honradez
de decir que no soy un caudillo ni un mesiánico, ni un hombre providencial.
Soy un militante del socialismo, quien comprendió que en la unidad
estaba la posibilidad del triunfo del pueblo y no el de un hombre; quien
gastó sus energías pa-ra hacer posible esta unidad, señalando
que ella tendría que realizar la transformación que Chile
reclama y necesita, dentro de los marcos de la legalidad burguesa, la cual
de-be cambiar. Y, por tanto, la tarea es extraordinariamente más
difícil, y no por ello me-nos atrayente".
Al convocar a sus compañeros de ruta a dar curso
a la utopía, Allende señalaba: "Aquí estoy para incitarles
a la hazaña de reconstruir la nación chilena para hacerla
tal como la soñamos: un Chile en que todos los niños empiecen
su vida en igualdad de condiciones por la atención médica
que reciben, por la educación que se les suministra, por lo que
comen. Un Chile en que la capacidad creadora de cada hombre y de cada mujer
encuentre cómo florecer, no en contra de los demás sino en
favor de una vida mejor para todos".
Durante los mil días de su gobierno, Allende fue
criticado desde la derecha y la ultraizquierda. Para los primeros, era
"un dictador en ciernes" que "maquillaba" su totalitarismo con un "barniz
de demócrata". Para los segundos era apenas "un reformista" y un
"socialdemócrata", dando a este calificativo la más negativa
de las acepciones: no era, en suma, un revolucionario.
Tampoco en el seno de la Unidad Popular, coalición
de partidos marxistas, socialdemócratas y socialcristianos, el apoyo
a Allende fue homogéneo ni unánime. Había "matices",
distintas percepciones acerca de los tiempos en materia de reformas y acerca
del carácter de esa revolución, encarnada en la "vía
chilena al socialismo".
Respuestas para todo y para todos.
Marxista declarado, Allende afirmaba: "Chile no vive una
revolución plena, sino un proceso revolucionario que se va profundizando.
Chile no es la Unión Soviética, ni Cuba, ni China Popular".
Advertía: "Una revolución simplemente política
puede consumarse en pocas semanas. Una revolución social y económica
exige años, los indispensables para penetrar en la conciencia de
las masas, para organizar las nuevas estructuras, hacerlas operantes y
ajustarlas a las otras. No es posible destruir una estructura social y
económica, una institución social prexistente sin antes haber
desarrollado mínimamente la de remplazo. Si no se reconoce esta
exigencia na-tural del cambio histórico, la realidad se encargará
de recordarla".
Aclaraba Allende: "Para nosotros, la revolución
no es destruir sino edificar; no es arrasar, sino fomentar formas distintas
de convivencia".
Remataba convocando: "Y a los compañeros militantes
de otras fuerzas, que no están en la Unidad Popular, que son revolucionarios,
yo les digo que queremos con ellos diálogo, entendimiento, y si
no hay entendimiento, discusión pública, doctrinaria, para
saber quién y quiénes tienen la ra-zón y cuál
es el camino que debemos se-guir. Si me niego a usar la fuerza y la violencia
contra los enemigos de clase, cómo voy a poder imaginarme que tenga
que usar la violencia contra los que son revolucionarios. ¡Compañeros
militantes de la izquierda revolucionaria, entiendan la responsabilidad
que significa la hora que vive Chile y lo que representa la auténtica
unidad de todo revolucionario!"
Allende definía claramente el alcance de su proyecto:
"Una revolución hacia el so-cialismo en democracia, pluralismo y
libertad". Y también quiénes eran los adversarios a combatir:
"Nuestra lucha sin cuartel es contra el imperialismo, los monopolios y
la oligarquía. Que nadie se llame a engaño. Si con responsabilidad
marchamos al ritmo que nos hemos trazado, es porque así lo estimamos
conveniente. Pero que lo sepan, y lo digo por la responsabilidad que tengo,
que esta lucha no tiene armisticios ni cuartel".
Demócrata convencido, aseguró en su programa
de gobierno -ese que sometió a la conciencia de Chile y fue votado
favorablemente el 4 de septiembre de 1970- el respeto a las libertades:
"El gobierno popular garantizará el ejercicio de los derechos de-mocráticos
y respetará las garantías individuales y sociales de todo
el pueblo. La li-bertad de conciencia, de palabra, de prensa y de reunión;
la inviolabilidad de domicilio y los derechos de sindicalización
y de organización regirán efectivamente, sin las cortapisas
con que los limitan actualmente las clases dominantes".
Ya como gobernante, agregó: "Nos interesa, fundamentalmente,
hacer que el hombre tenga derecho a una auténtica libertad, de la
que ha carecido en la estrictez de regímenes basados en la explotación
del hombre por el hombre".
Y en entrevista, aclaraba: "¿Hay libertad en el
analfabeto, en el que no come, en el sin trabajo? (...) Lucharemos por
asegurar al hombre sus derechos al trabajo, a la educación, a la
salud, al descanso, a la cultura, a la recreación y a votar en contra
o en fa-vor de la Unidad Popular, como quiera".
En su primer año de gobierno, Allende destacaba:
"No hay ningún preso político en Chile, no hay ningún
estudiante detenido. Aquí se respeta la autonomía universitaria.
No hay una sola revista y ni un solo diario clausurados. Han nacido después
del 4 de septiembre (de 1970) dos o tres diarios y cinco o seis revistas,
algunos de ellos venenosos, como nunca los viera Chile. Pero allí
están, todos los días algunos, periódicamente otras,
entregando insidias contra el gobierno del pueblo, a 20 metros de La Mo-neda.
El que quiera puede comprarlos".
También en ese primer aniversario Allende enumeraba
los logros del gobierno popular. "Hemos cumplido el paso decisivo: lu-char
por la independencia económica de Chile: ¡el carbón
es nuestro, el acero es nuestro, el petróleo es nuestro, el cobre
es nuestro! De la misma manera que avanzamos hacia el cumplimiento del
programa de la Unidad Popular, se abre el camino al socialismo: intensificando
la reforma agraria, es-tatizando los monopolios que estrangulaban el desarrollo
de la economía y producían pa-ra un porcentaje reducido de
nuestra población; controlando el comercio de importación
y exportación. Vale decir, abriendo el camino, repito, hacia el
socialismo".
El debate continúa
Aun hoy se debate si el de Allende fue o no un proceso
revolucionario. La respuesta puede encontrarse no sólo en los logros
de su gobierno prometidos en el programa sino, y principalmente, en la
virulencia con que Wa-shington, con Richard Nixon y Henry Kissinger a la
cabeza, cercenaron -manu militari- ese proceso. La brutalidad de
la respuesta fue directamente proporcional al "peligro" que el gobierno
de Salvador Allende representó para sus intereses.
Todavía hoy se justifica el derrocamiento de Allende
por sus errores, e incluso al-gunos que lo acompañaron en el gobierno
hacen reiterados mea culpa, en contraste con quienes destruyeron
la democracia, sean ellos uniformados o civiles, que guardan un vergonzante
silencio.
Ese debate, sin duda, seguirá. El gobierno de Salvador
Allende, como todos, pudo haber cometido errores. Pero ninguno de ellos
justifica la barbarie desatada por los militares tras su caída.
Hay una diferencia ética entre equivocarse y mentir.
Y Allende no mintió antes ni durante su gobierno. Pocos políticos
pueden jactarse de eso.
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