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México D.F. Jueves 10 de junio de 2004
Sergio Zermeño
La política, nuestro opio
Paul Baran mostró hace cerca de 50 años cómo Inglaterra en su progresión colonialista dominó extensas regiones de Asia en el siglo XIX fomentando el consumo del opio, quebrantando en consecuencia la voluntad de las elites nacionales de aquellas regiones. Algo igual nos debe estar pasando, pero nuestro vicio ha resultado ser la política. Nos obnubilamos, perdemos carácter, descuidamos nuestras obligaciones, rematamos nuestras pocas riquezas con tal de alcanzar, de acumular y de conservar el poder. Poco importa de qué creencias o ideologías nos reclamemos, a final de cuentas todo termina siendo lo mismo, nuestra cultura es estatal y se resume en la búsqueda del poder político, incluso si para alcanzarlo tenemos que declararnos "democratizadores de la democracia" o entenados de la sociedad civil.
Ya vamos para la mitad del año y los encargados de nuestra administración pública, de la generación de nuestras leyes y de la procuración de nuestra justicia no han hecho más que emplear los instrumentos a su alcance, que son muchos y muy fuertes, para enseñarnos cómo se destruye, en ningún momento para construir algo.
Muchos podrán argumentar que es distinto em-plear el poder para vender a los extranjeros nuestros recursos energéticos que para allegar a los ciudadanos de la tercera edad una ayuda caritativa o para abrir más centros de educación para nuestros jóvenes. Estrictamente hablando es cierto, pero a largo plazo, por sí solas, esas políticas no son sostenibles, pues las administraciones venideras pueden decretar su fin desde el momento en que los ciudadanos jamás fueron equipados con organizaciones y leyes que permitan defender esos logros. Así, caeremos de nuevo en el vicio, simplemente se trata de un opio de mejor calidad, nos hace sentir mejor, pero no evita que los resultados sean los mismos: la política rebosa de salud en el ejercicio de empujar la silla de ruedas de la sociedad, esa damnificada endémica.
ƑA qué viene todo esto? Encubierta por los videoescándalos, las conspiraciones y los bochornosos intentos de desafuero, la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, a seis meses de iniciados sus trabajos, pospuso por tercera vez las elecciones para renovar unos comités vecinales que fueron elegidos en 1999, que debieron concluir su periodo en 2002 y que en consecuencia hoy, en su quinto año de funciones, se encuentran exhaustos y prácticamente han desaparecido.
Se postergan, argumentan, para "generar y estimular una mayor participación e involucramiento de la ciudadanía". Si el argumento es que esperando más tiempo se promueve mayor participación, pues mejor habría que realizar las elecciones en 2010 (š). Por lo demás, por mucho que los ciudadanos argumentemos, la ley ya fue aprobada en mayo, y entonces no se entiende por qué las elecciones deberán esperar hasta abril de 2005, el año de los destapes, intensamente político y poco civil.
Es más, las iniciativas para reformar y "enriquecer" la Ley de Participación Ciudadana echaron a andar desde el inicio de la segunda legislatura, en 2001, pero nadie se puso de acuerdo y hoy es votada por mayoría perredista.
El problema radica en que las reformas más significativas que se hicieron a esta ley denotan el pavor de nuestras autoridades al empoderamiento ciudadano. Muchos analistas habían sugerido que se tratara de reagrupar a los mil 360 comités vecinales que tiene el Distrito Federal en conjuntos de entre10 y 20, correspondientes a un territorio compartido, de manera que fueran tratados conjuntamente los problemas de 30 o 50 mil habitantes y así las demandas ciudadanas tuvieran más fuerza: que los administradores fueran al territorio vecinal en lugar de que los atomizados comités ciudadanos anduvieran rogando atención en una tras otra de las ventanillas del edificio delegacional.
Los diputados decidieron otra cosa: que los comités elegidos (130 en el caso de una delegación como Tlalpan) se formaran por nueve integrantes; que dos miembros de cada uno (algunos 260) fueran enviados a un Consejo Ciudadano delegacional; que de entre ellos se escogiera a siete directivos (una pirámide perfecta); que con el resto se formaran comisiones temáticas (seguridad, desarrollo económico, cultura...).
No se quiso empoderar a los ciudadanos en sus territorios, que es en donde son más fuertes; ahí se les atomizó, y de entre esos átomos se separó de su territorio a representantes a los que se encuadra en referentes temáticos (salud, educación...), teniendo que enfrentar por igual problemas de Topilejo que de Perisur. Una especie de escuela de cuadros para futuros diputados que se distanciarán cada vez más de los problemas de sus territorios de pertenencia.
Quién sabe en qué están pensando nuestros legisladores, quizás en colocar a más miembros de su partido o de su tribu en puestos de influencia política (en los fumaderos de opio).
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