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México D.F. Miércoles 26 de mayo de 2004
Luis Linares Zapata
A la caza de López Obrador
La frase de Castañeda no tiene desperdicio: "A López Obrador hay que detenerlo a la buena, a la mala, o de cualquier otra forma". Por la buena se les iba a pasos agigantados, no sólo a él, que nada pinta en la competencia, sino a todos los demás candidatos con quienes comparte una visión y propósitos similares o idénticos. Y de inmediato empezaron a ensayar la mala jugada. Con estos métodos y medios han logrado detener su avance y hasta quitarle una porción importante de simpatizantes, los suficientes para ponerlo a distancia de sus competidores. Pero no han logrado descarrilarlo. Al contrario, lo van endureciendo de tal manera que lo que pudiera suceder de aquí en adelante fortalecerá las posturas de apoyo, formando a su derredor un núcleo duro que, posiblemente, le servirá hasta la elección de 2006.
La última parte de la declaración de Castañeda sigue sin concretarse, afortunadamente. Y es la que contiene resabios ominosos y una amenaza que ya no será posible eliminar del panorama, sobre todo al contemplar las torcidas, duras y hasta ilegales rutas escogidas para lograr el cometido de la etapa anterior. La aseveración, tal como está formulada, le pesará al ex canciller y será usada, sin duda alguna, en su contra como arma de gran calibre. Cualquier suceso venidero, grave, torpe o terrible, le será adjudicado de inmediato, pues revela sin tapujos lo que este personaje está dispuesto a hacer para conseguir su postulación: cualquier cosa.
Así las cosas, la cacería para alcanzar a la presa designada lleva ya varios meses de trajines, y puede, entonces, intentarse un recuento de los daños. El gobierno federal se ha plegado con un discurso etéreo y sin asideros de realidad a su reclamo de inocencia y buenas intenciones. Ya les gustó aquello de la mano extendida como signo de buena fe y disposición amistosa, tan desgastada por los criminales sucesos del 68. A cada paso y resbalón, el oficialismo se enreda en una maraña que teje y desteje con marcada ineficiencia. De pronto, sin esperarlo en este turbulento tiempo de ásperas confrontaciones, el resolutivo del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, condenando el ilícito montaje para manejo de los recursos de campaña al que añade la afirmación del pleno conocimiento del candidato, le cae a Fox como un pesado fardo de condena que no podrá borrar de su futuro. Y le cayó justamente cuando sostenía, a los cuatro vientos, su apego irrestricto al Estado de derecho, afectando, lo acepte o no, su credibilidad. Cuando más se regodeaba en su decisión de combatir la corrupción que otros soslayan, decía desde Polonia. Se refería, qué duda cabe, aunque después infantilmente lo niegue, al jefe de Gobierno. Lo verificable, como dato duro y hasta el presente día, es que la PGR no ha consignado a ningún miembro del desperdigado equipo Amigos de Fox ni a funcionario alguno que, desde el PAN, le haya servido de comparsa o cómplice. La Secretaría de Hacienda tampoco ha levantado la menor queja contra la evidente evasión fiscal de las señoras Robinson.
Diego Fernández de Cevallos, personaje central del drama, ha quedado plenamente identificado como actor de primer plano en toda la conjura nopalera. Todavía ataca, aunque sea de perfil, tratando de disfrazar sus fóbicos motivos con una fraseología derivada de su práctica en tribunales, que ya a nadie asusta ni convence. Diego se ha trasformado en una referencia sin contenido, sin prestigio, y cae con frecuencia en simples gesticulaciones bien conocidas y por demás gastadas. Santiago Creel, por su parte, y por más esfuerzos que hace para salvar el sonrosado rostro, queda atrapado en sus endebles razones e incontenibles deseos por continuar asido al puesto y a la candidatura, ambiciones que se diluyen con el paso de los días. Es el más golpeado de todos muy a pesar del lugar que le apuntan las encuestas de popularidad. Aparece como un barco averiado en su línea de flotación. La tunda que le dio el canciller cubano le abrió un boquete que no repone su atildada figura, tan frecuente ante las cámaras, como insulsos son sus desplantes que intentan transmitir la dureza propia de los asuntos de Estado. En fin, una colección de consecuencias por demás dañinas para la capacidad de gobierno y el trabajo político. El costo del pleito para el gobierno y algunos de sus aliados ha sido severo y, lo que es peor, todavía parecen querer mayor castigo. A lo mejor piensan, lo que sería trágico, que van ganando.
Si leyeran las encuestas con detenimiento verían lo que arrojan los marcadores. Toda la popularidad que ha perdido Andrés Manuel López Obrador se va a la indecisión y sólo un poco, pero bastante poco, al PRI. Lo que se ha quedado con el tabasqueño, a pesar de lo tupido de los mandobles recibidos, le basta todavía para conservar la delantera. Su recuperación es factible por el descubrimiento de detalles favorables y la difusión de argumentos políticos, administrativos, históricos y, sobre todo, jurídicos, que delatan la severidad de jueces, de notarios de dudosa palabra e investigadores que se pliegan al dictado de líneas, así como la mala intención del Ministerio Público, que no optó por desechar el caso y lo continuó con perseverancia inédita.
Las rutas y argumentos para la defensa crecen en solidez y, al incidir en la atención colectiva, ponen en evidencia la desmesura de un juez administrativo que puede influenciar, queriéndolo o no, decisiones que sólo pertenecen a los ciudadanos en su rol de electores.
De aquí en adelante, si la promoción del señor Alvaro Tovilla León prospera y López Obrador es desaforado, cualquier juez tendrá un poder determinante en el futuro rejuego y balance entre los poderes. Y ésta es una posibilidad de ominosas consecuencias.
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