México D.F. Domingo 25 de abril de 2004
MAR DE HISTORIAS
La luz del día
Cristina Pacheco
Alma desciende de la combi. La claridad de la mañana
le hace llorar los ojos. Tendrá que acostumbrarse o prescindir del
rímel verde. Todo menos presentarse al trabajo con lentes oscuros.
Ricky se lo tiene prohibido a sus chicas. No quiere hacerse fama
de golpeador.
Conforme avanza, Alma se sorprende de que la avenida sea
tan amplia. La asalta el temor de haberse equivocado. Regresa a la esquina
y lee la placa. Confirma que se encuentra en 20 de Noviembre. En las noches
la calle le parecía incluso pequeña. Retoma su camino. Las
miradas curiosas de las mujeres la incomodan. No imaginó que pasaría
por esa tortura cuando le pidió a Ricky su cambio de turno.
No fue sencillo convencerlo. Ricky la acosó a preguntas,
como si fuera un policía. "Ay mi rey, nomás te falta que
me metas un tehuacanazo". A Ricky no le hizo gracia el comentario y se
volvió más exigente: "Necesito que me digas si te metiste
en alguna bronca de ratas. Mis chicas están limpias o se
van". Alma confesó sus motivos: "Me da miedo trabajar de noche.
No quiero que un infeliz me asalte o me viole". Ricky acarició la
medalla de la Santa Muerte: "Y de a grapa, ¡ni madres! Bueno, de
acuerdo. Pero chécate esto: no quiero que me llegues después
de las once o que vayas a salirme con que en la mañana no te acomodaste.
Este es un negocio, no un juego, que te quede muy claro porque, si no,
vas a tener problemas, y entonces sí ¡ya te chingaste!"
Para escapar del recuerdo Alma se concentra en mirarlo
todo.
El jardín que en las madrugadas era ante sus ojos
un laberinto de maleza ahora le resulta apenas un prado con una estatua
al centro. De regreso a casa leerá la placa en el pedestal para
saber quién era "el muertito".
Al pasar frente a una tienda de bicicletas Alma mira el
reloj. Le queda media hora libre antes de llegar a la puerta de la ferretería.
Es el sitio que Ricky le asignó: "No me hagas caras. Te conviene.
No tendrás que caminar mucho. La Morsa te quedará
a una cuadra".
Alma nunca ha trabajado en ese hotel. Por sus compañeras
sabe que la tubería está en pésimas condiciones y
que la escalera huele a orines. Otra vez duda de haber hecho lo correcto
al pedir su cambio. Oye un grito: "¡Cuidado!" Se detiene y ve correr
a sus pies un raudal de agua jabonosa. Una muchacha con guantes de plástico
y una cubeta colgando de su mano va a su encuentro: "¿La mojé?"
Alma niega con la cabeza y la joven sonríe: "No me gusta que mi
patrón me ponga a lavar la banqueta a estas horas porque pasan muchas
personas y se molestan si las mojan o si se resbalan".
Alma mira hacia el interior del almacén. Nunca
había imaginado, tras la cortina metálica que miraba por
las noches, un depósito de máquinas de coser. Para cerciorarse
pregunta:
-¿Es nueva? -pregunta Alma.
-¿Yo? No. Tengo un año de trabajar aquí
-le contesta la muchacha con alegría.
-Me refiero a la tienda: ¿es nueva?
-No. Es de las más viejitas de por aquí.
Mire -la empleada señala el rótulo sobre la puerta del almacén-:
"Ra-Kian. Desde 1979. ¡La mejor puntada!" No es porque yo trabaje
aquí pero las máquinas son muy buenas. Están hechas
en Alemania. ¿No quiere que le muestre alguna? Sin compromiso.
Alma adivina en la voz de la empleada la urgencia de vender.
Eso acrecienta su simpatía hacia la muchacha. Le gusta
su sencillez y el que no la observe con malicia. Alma
lamenta tener que rechazar su oferta:
-No, gracias. Llevo un poquito de prisa, pero otro día
vengo.
-Pregunte por Jéssica. -La muchacha se acerca y
habla en voz baja-: Mi nombre verdadero es Olga, pero el patrón
me lo cambió porque así se llama su esposa. Hay cosas que
dan coraje, pero pos, ¡ni modo! Hay que conservar la chamba.
Alma tiene un nuevo motivo para simpatizar con la muchacha.
Comprende lo que siente porque ella también tuvo que aguantarse
cuando Ricky decidió cambiarle el nombre: "¿Te llamas Zeferina?
¡Te llamabas dijo aquél! De ahora en adelante serás
Alma. Suena bonito, es corto y va bien con tus piernas flacas. A ver si
haces algo para que te engorden". Luego la bautizó con chorros de
cerveza.
Revivir la escena le provoca una sonrisa. Un hombre que
pasa la traduce como una invitación y le hace un guiño. Alma
lamenta tener que ignorarlo. Está fuera de su cuadra. Reza
por que el desconocido la siga hasta la tlapalería. Entonces le
corresponderá y, sin aclararle que es su primer cliente matutino,
lo llevará a La Morsa. Ochenta y lo del cuarto. Si quieres cosas
raras es aparte.
Una adolescente cargada con dos bultos camina junto a
Alma, la mira de reojo, se detiene y, con voz desgarrada, grita:
-Pascual: apúrate! ¿No ves que ya es bien
tarde?
Alma siente curiosidad y se vuelve. Descubre a un niñito
que, rengueando, arrastra un huacal con naranjas. Siente lástima
por la criatura y se dirige a la adolescente:
-Está muy chiquito. No puede con eso.
-Siempre puede -responde, huraña, la adolescente.
-¿No van a la escuela? -pregunta Alma sin apartar
los ojos del niño.
-Ya no. Tenemos que ayudarle a mi mamá con el puesto.
Queda cerca. -La adolescente se dirige a Pascual-: A ver si te mueves,
¡huevón!
-¿Por qué le hablas tan feo? ¿No
es tu hermano?
-Sí.
-¿Entonces...?
-Así le dice siempre mi mamá -responde la
adolescente. Retoma su carga y vuelve a caminar seguida por Pascual.
Mientras ve alejarse a los niños, Alma piensa en
su hermano Daniel. Hace muchos años que no tiene noticias suyas.
Le gustaría saber dónde vive para buscarlo y contarle lo
que le ha sucedido desde el día en que los separaron. Alma no consigue
explicarse cómo logró sobreponerse al dolor y a los horrores
que vinieron después.
El rencor descompone la expresión de Alma. "Pinches
viejas", murmura Alma. Su odio va dirigido a las monjas: les prohibían
a las niñas hablar de cómo era su vida antes de incorporarse
a la institución. Cada una arrastraba solita su historia.
"Como Pascual". Sobre el recuerdo del niño rengueando aparece la
imagen de Daniel. Nunca pudo decirle a nadie cuánto lo extrañaba.
Alma reconoce el dolor que le atraviesa el pecho. Lo padeció
durante los meses que estuvo en el asilo. Su única escapatoria era
el sueño. Anhelaba la noche, con la esperanza de que, al menos en
el letargo, apareciera Daniel: su gemelo. Las mañanas eran espantosas.
La luz del sol subrayaba la soledad al marcar sobre el piso nada más
una sombra.
Se estremece ante el recuerdo de una noche: estaba en
su cama. Reparó en que su plato había quedado en una
alacena y lejos, en otra, su taza de peltre. No pudo resistir la separación
de sus únicas posesiones y bajó a la cocina. La madre Eter
la descubrió y la condujo ante la superiora. Le permitió
hablar. No aceptó su explicación: "Fui a la cocina para que
mi taza y mi plato no durmieran separados". A la mañana
siguiente, en presencia de sus compañeras, recibió una golpiza
brutal "por mentirosa".
La huella de aquel día es una cicatriz en la frente:
necesita mirarla. Alma saca la polvera de su bolsa y se asoma al espejo.
La luz del sol la deslumbra. Antes de que pueda habituarse, escucha el
bastón de un ciego. Dos mujeres, aferradas a los faldones de su
saco, siguen cautas los pasos del hombre.
Alma retrocede hasta la pared. Oye un gruñido.
Baja la mirada y descubre, envuelto en trapos y cartones, a un indigente.
No olvida la advertencia de Ricky: "Cuando muy tarde, llegas a las once".
Vuelve a caminar. Piensa que cada mañana encontrará las mismas
escenas y volverán sus recuerdos. El miedo de que eso ocurra le
da valor: hablará con Ricky para pedirle que la devuelva al horario
nocturno. No puede con todo lo que muestra la luz del día.
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