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México D.F. Domingo 25 de abril de 2004
Angeles González Gamio
El molino de Santo Domingo
ƑUn molino en la ciudad? šSí! En el corazón de la antigua villa de Tacubaya, hoy barrio capitalino de abolengo, sobrevive un molino del siglo XVI con sus cambios y adecuaciones padecidos a lo largo de los siglos, pero aún en pie.
Este molino, al igual que varios otros -ya desaparecidos- los mandó instalar Hernán Cortés para aprovechar el caudal de agua que llegaba de la sierra por la región conocida como el Desierto de los Leones y por ricos manantiales; entre otros, los de Chapultepec, que surtían de agua dulce a la ciudad a través de un acueducto.
Esas primeras instalaciones, que eran moliendas de trigo, de forma primitiva, en que las ruedas con paletas de madera se colocaban directamente en la caída del agua, sin conducirla por acueductos como se hizo años más tarde, fueron ocupadas por los oidores de la primera audiencia, que presidió Beltrán Nuño de Guzmán, quien aprovechó la ausencia de Cortés para apropiarse sus bienes; de él se decía: "Nadie canalla y rufián como Nuño de Guzmán".
En 1534, para pagar deudas del rufián de Guzmán, se adjudicó la propiedad al hermano de la esposa de Cortés, conocida como La Marcaida, quien apareció muerta en su casa y la leyenda dice que el conquistador la estranguló. Finalmente, en 1576 la compraron los dominicos, quienes la bautizaron como Molino de Santo Domingo y lo trabajaron durante 200 años. En las siguientes centurias tuvo diversos dueños y se le hicieron cambios, hasta que en el siglo XX se fraccionó y partes importantes fueron destruidas para hacer conjuntos habitacionales. Para fortuna de la ciudad, varias construcciones fundamentales se salvaron, gracias a que cayeron en manos de personas sensibles, que las valoran y las han restaurado; y no sólo eso, sino que las habitan.
Un caso es el de Adolfo Desentis, conde de Guadalupe del Peñasco, quien adaptó parte de las edificaciones para vivir como el auténtico conde que es, y conserva muy bien conservadas viejas instalaciones fabriles y herramientas, como piedras de molienda y trenes de engranes, todas con su encanto. También custodia el viejo jardín con su sabor decimonónico y la capilla con su bellísimo altar neoclásico de fines del siglo XVIII.
Amante de la genealogía, el conde escribió un interesante libro para los amigos, con la historia del molino, en el que nos platica acerca de los dueños que ha tenido desde el siglo XVI hasta la fecha y las principales modificaciones que padeció, ilustrado con fotografías que nos adentran en todos los rincones, algunos maravillosos, de esa joya tacubayense. Y eso nos lleva a recordar algo de los orígenes de la antigua villa, que tuvo importancia desde la época prehispánica por su ubicación privilegiada en la cuenca, debido a su cercanía a los lagos, pero con la altura suficiente para no padecer inundaciones.
Estuvo poblada desde el siglo XIII por una de las tribus chichimecas, que peregrinaron por décadas desde su partida de la legendaria Aztlán. Anteriores a los aztecas en su llegada, fueron finalmente dominados por ellos, teniéndoles que pagar tributos y participar en sus guerras.
Al arribo de los españoles esas ricas tierras pasaron a ser propiedad de Hernán Cortés, quien permitió que órdenes religiosas se establecieran en ellas, edificando templos sobre los teocallis indígenas. Desde luego a ellos siguieron vastos conventos y el uso de tierras para cultivo y crianza. Por su ubicación, era paso obligado de las mercancías que venían del sur. En su ámbito se encontraba la garita de Belén, uno de los principales accesos a la ciudad.
A lo largo de los siglos Tacubaya fue teniendo las transformaciones que caracterizaron los alrededores de la antigua Tenochtitlán. Su urbanización comenzó a finales del siglo XVIII, con la construcción de enormes casas de campo, aunque desde el XVI se habían edificado casonas que eran parte de las instalaciones de grandes haciendas, sobre todo de los molinos.
En el siglo XIX se estableció el servicio de trenes, cambiando el de mulitas por el de vapor y después por el eléctrico. Esto propició que varias familias trasladaran su residencia permanente a Tacubaya, con lo que se modificó el concepto de ir a las casonas únicamente para veranear y "mudar de temperamento", considerado -no sin razón- muy bueno para la salud.
Hay mucho más que decir, pero ya es hora de comer y en el rumbo está uno de los mejores restaurantes de comida poblana de la ciudad: Casa Merlos, situado en la calle de Victoriano Zepeda 80, a unos pasos de Observatorio. Entre las especialidades destacan el mancha manteles, los bistecitos de metate y, desde luego, el mole. De postre: la exquisita dulcería poblana. [email protected]
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