México D.F. Lunes 19 de abril de 2004
Hermann Bellinghausen
Alba ciudadana
Trabajar y estudiar a la vez vuelve interminables los días. Hay que robarles tiempo a la media noche y al amanecer. En esos años era mi sino. Ya luego me quedó como costumbre despertar cuando está oscuro, y poner el pie en la calle con los primeros desmañanados del barrio, todos con ojos tan grandes y sorprendidos como yo, a esas horas, cara lavada y adiós lagañas.
Una de esas mañanitas suburbanas, fría mas no glacial, bajé la escalera acaracolada de la casa de doña Amparo y con el estómago rutinariamente vacío me dirigí a la puerta. Un olor a café recién hecho me sorprendió en el medio ambiente y en vez de caminar hacia la calle me asomé a la cocina. Nadie. Sólo el olor fuerte, fresco. Una ollita vaporeaba aún los posos de alguien que ya se sirvió.
A esas horas nunca tengo hambre. Hasta que arribaba a la universidad tomaba, si acaso, un atole con o sin tamal. Pero esa mañana agarré un pan y me lo guardé en la bolsa del saco, sin pensar en las migajas. Raído el saco. Nunca logré vestirme como abogado verosímil, ni siquiera entonces que me interesaba, por razones laborales, dar buen aspecto.
Salí y empujé la reja del zaguán y allí estaba Susana, con gorra de esquiador, suéter de 'cheer leader' y pantalón de alpinista. Botas, no tenis. Casi choco con ella.
La línea del horizonte apenas nacía sobre los cerros del Olivar. En esa época aún no existía la deportiva costumbre de enfundarse en sudadera y salir a correr sin ton ni son pero con método, como se estila ahora. La estampa de Susana era inusual, y más en una mujer.
No se me había ocurrido hasta ese momento que Susana fuera deportista. Si ya se le sabía intelectual (harto libro), feminista y misterio, Ƒcómo le rendía el tiempo para ser, además, deportista? Una taza de café entre las dos manos le infundía ánimos sonrosados en la piel del rostro, particularmente la nariz. Alzó la cabeza y se me quedó viendo sin hablar. Igual yo. Largos segundos, si es que unos segundos pueden ser más largos que otros.
-Qué dura es la ley del conocimiento, Ƒverdad?
Primero pensé al oírla, con vaho de la boca, que se burlaba de mí.
-Sales al alba y el mundo no tiene para cuando empezar, está desierto.
Suspiró. Sin entender de qué me hablaba, suspiré. No se burlaba de nadie. Señaló con la barbilla hacia el Olivar.
-ƑVes la montaña?
No despegué los labios para asentir.
-Allá voy, esté donde esté. Me preparo. Entreno. Me acostumbro al dolorcito del esfuerzo. Uf. Sigo una clase de absurdo incrustado en mi idea de un futuro que no me incluye, o no necesariamente. No tiene sentido.
No tuve la más remota idea de qué me hablaba Susana, hija de doña Amparo, reina sin trono del imaginario colectivo.
-La montaña, balbucí en blanco. Agregué un buenos días más bien tímido y apresuré el paso a la parada del camión, que no tardaba en salir del depósito y no se me fuera a escapar. De lo contrario, llegaría tarde a Derecho Constitucional, y el maestro, un maniático de la tercera edad, cerraba con botón la puerta del salón a las siete en punto.
|