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México D.F. Sábado 10 de abril de 2004

Vilma Fuentes

Diego Rivera: retrato de Samuel Ramos

Seguir el viaje de las palabras a través de los siglos, de un país a otro, es una pasión que puede hacer olvidar no sólo el tiempo sino el sentido de la eternidad frente a un diccionario etimológico. Observar las transformaciones que toma una palabra es un placer superior al de un arqueólogo cuando descubre las ruinas de una civilización desaparecida. Porque la palabra sigue ahí, la misma y otra, como un recuerdo vivo.

Muy distinto es el itinerario de la obra de arte, pintura o escultura, manuscrito o partitura, la cual, idéntica de un lugar a otro, de un siglo a otro, no cambia. Si alguna transformación existe, es la de la mirada del nuevo espectador. La obra sigue siendo la misma a pesar de las degradaciones que pueda infligirle la erosión del tiempo y el descuido.

Cierto, la mayoría de obras de arte, que antes iban a adornar el muro de un castillo o de una iglesia, tienen ahora un destino más o menos conocido de antemano, decidido por su creador, su comprador, su coleccionista. Sin embargo, hay un momento en que algunas de ellas escapan a ese itinerario fijo que consiste en encerrarlas en el cofre de un particular, quien prefiere el placer solitario o conseguir meterlas en un museo.

Del cofre acaso puedan escapar, del museo es más difícil -a menos que un asaltante decida exponerse a la cárcel robándoselas para satisfacer el deseo de algún comprador.

Sin embargo, las guerras, las victorias, el pillaje, pueden obligar a cambiar de rumbo a las obras maestras más arraigadas. El Obelisco egipcio situado en la plaza de la Concorde en París y el friso del Partenón expuesto en el British Museum son figuras asimiladas por la imaginación de los espectadores, visiones alegres de esos encuentros que crea la historia. La costumbre ayuda a ver con naturalidad las obras maestras de un país en los museos de otro.

Por desdicha hay todas esas obras que desaparecen, a veces inclusive de la memoria: con suerte en el secreto de una colección, fatalmente y en definitiva, en un naufragio, en un incendio...

Existen también las obras que escapan al itinerario previsto y parecen viajar solas, a su antojo, siguiendo su capricho, como cualquier aventurero. Desaparecen durante años para aparecer, de repente, en un lugar inesperado sorprendiendo a todos. Ejemplo, la partitura de una obra de Bach, perdida de vista desde hace un siglo, apareció en Japón hace tres semanas.

Entre estos encuentros azarosos, que evocan el del paraguas y la máquina de coser sobre una mesa de disección, el cual tanto fascinó a André Breton cuando leyó Los cantos de Maldoror, de Lautréamont, me sorprendió hace unos días el que me hizo descubrir, de manera involuntaria, un vecino.

En efecto, este vecino, algo coleccionista, algo marchante de arte, sabiendo que soy mexicana, me invitó a ver su última adquisición, un cuadro de Diego Rivera. Hasta ahí todo parecía normal -después de todo, otros Diegos aparecen en las ventas públicas de París, Londres y otras capitales-. Mi vecino agregó que la tela era un dibujo al carbón y sanguínea y que estaba descrita en un catálogo razonado bajo el título Retrato de hombre (1935).

Llegué a su departamento, situado frente Notre-Dame, al otro lado del Sena. Me pasó a la pieza donde exhibe sus adquisiciones y me señaló la tela de Rivera. Cuando fijé en ella la mirada me sentí frente a alguien ya conocido, ahí, con el fondo de la catedral y los cerezos en flor a través de las ventanas.

No se trataba de nostalgia alguna, ni de una extraña reminiscencia. No, yo conocía el retrato. O más bien al tipo del retrato. De repente, al acercarme a la tela de unos pasos, descomponiendo la composición de Rivera, extrayendo del método después tan copiado por otros pintores que consiste en inflar las figuras, apareció la imagen de Samuel Ramos.

Sí, ahí, al pie de Notre-Dame, estaba el autor de El perfil del hombre y la cultura en México, la obra que inspiró El laberinto de la soledad. Samuel Ramos, el filósofo de nuestra identidad, de viaje por París -me dije.

Samuel Ramos, de quien sólo conocí fotografías en algunos libros, me parecía rencarnar en esa tela magnífica de Diego Rivera. De Diego, šqué azar!, quien tanto hizo para tratar de hacer olvidar que vivió la Revolución Mexicana en París.

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