México D.F. Sábado 10 de abril de 2004
Ilán Semo
Medio Oriente: la historia siega
Optimismo de las estadísticas: el muro (que ahora separa a Israel de los territorios palestinos) ha rendido sus frutos, aseguran las autoridades de Tel Aviv. En los recientes ocho meses el número de atentados efectivos se ha reducido 47 por ciento. Los miembros de Hamas y Hezbollah piensan de otra forma. Por lo visto, sus militantes suicidas han encontrado la manera de penetrar la enorme cortina de hierro y concreto. Así es que los funcionarios israelíes pidieron a la población que, durante Semana Santa, salieran a las calles portando sus armas para protegerse y proteger a decenas de miles de peregrinos que han anunciado su llegada a Tierra Santa. En estos días de terror y zozobra, el número de fieles que acudirá a las festividades es inusual. Muchos, se supone, vienen a orar. ƑPor sí mismos? ƑPor el prójimo? ƑPor los sitios de sus dioses? El prójimo no está de moda en Medio Oriente.
El muro: la metáfora necesita ser desenvuelta. Es el lugar y el signo de la religión judía. El último vestigio de la casa arrasada, el punto de retorno, la prueba del sobreviviente, el rencuentro, el comienzo. El nuevo muro es su antítesis: el primer vestigio de la casa por arrasar, el punto de fuga, el desencuentro, el ansia de fin. Un monumento a la frustración de dos sociedades que no logran encontrar la manera de coexistir, de ver en el otro no una amenaza, sino a otro contiguo, o cuando menos legítimo.
La historia del conflicto entre israelíes y palestinos es más reciente de lo que suele suponerse. El fundamentalismo de Hamas la ha envuelto en el lenguaje de una cruzada religiosa y militar; el de la extrema derecha israelí, en una cruzada política. Los extremos que se tocan... y se devoran: la historia siega. Dos miedos que se conjugan y combaten: el miedo a la modernidad en el Islam, el miedo a la desaparición en Israel.
Dispersa en lugares tan remotos como Chile, Suecia, Australia y Estados Unidos, la mayor parte de la diáspora palestina habita en Siria, Líbano y los países circunvecinos de la región. Quienes viven en Gaza y Cisjordania están ahí desde siempre.
Hacia principios de los años 60 surgen varias organizaciones palestinas que vindican disímbolos programas para la región. Hay dos predominantes. La idea -que Edward Said defendió hasta el final de sus días- de un Estado único binacional que incluyera a palestinos e israelíes por igual. Y el otro proyecto -que provocó la ruptura entre Said y Arafat-: un Estado palestino independiente. Pero lo que divide a los palestinos en los años de la guerra fría no son los programas, sino los métodos: Arafat, en el exilio, encabeza un movimiento armado que ataca las fronteras israelíes; por el contrario, los palestinos en Cisjordania edifican organizaciones civiles que vindican una vía política para negociar con Israel. Sin embargo, ambas partes tienen algo en común: representan el afán de construir una Palestina secular, inspirada en el proyecto de una nación soberana frente a Israel y frente a las redes del panislamismo.
La revolución en Irán, que se inició a mediados de los años 60, modificó radicalmente este complejo panorama. El ejemplo de un Estado conducido por el clero chiíta cundió en el mundo islámico. En el movimiento palestino propició el desarrollo de dos organizaciones fundamentalistas: Hezbollah, ligada a las redes de la política chiíta, y Hamas, de corte más local. Desde sus orígenes, ninguna ha aceptado -y siguen sin aceptar- el derecho a la existencia del Estado de Israel.
Marginales en los años 80, ambos frentes del radicalismo islámico fueron cobrando cada vez mayor presencia en los territorios que fincaron la autonomía palestina. En la medida en que Arafat, ahora convertido en el líder del primer gobierno palestino, y el civilismo de Cisjordania fueron incapaces de combatir y limitar a Hamas y Hezbollah, el sector fundamentalista acabó secuestrando el preciado sueño de erigir un Estado efectivamente soberano.
La historia reciente de Israel responde en cierta manera a la del drama palestino. Vista con enorme recelo durante la guerra fría, la solución de una autonomía palestina empezó a cobrar cuerpo hacia principios de los años 90. Yitzhak Rabin la convirtió en su programa hasta que se firmaron los acuerdos de paz. Al poco tiempo, Rabin fue asesinado por una derecha que jamás estuvo ni ha estado dispuesta a aceptar no un Estado, ni siquiera la autonomía palestina. Derecha que llegó al poder inmediatamente después del magnicidio. Desde entonces ambas sociedades, la is-raelí y la palestina, se miran estupefactas mientras sus respectivos fundamentalismos atizan la hoguera del odio y de la ira.
La política de Sharon ha estado invariablemente destinada a desmantelar la mínima institucionalidad lograda por el civilismo palestino, y la política de Hamas ha estado centrada en nulificar a esa mayoría israelí que anhela una solución pacífica. Ganó Sharon, no la herencia de Rabin. Ganó Hamas, no el Arafat de los acuerdos de paz.
El conflicto ha enardecido a tal grado a ambas poblaciones que empieza a adoptar el macabro perfil de las guerras de Yugoslavia y Ruanda. Probablemente la solución sólo pueda provenir de afuera. ƑDe fuera? El expansionismo de Washington no ha hecho más que radicalizar los radicalismos. Y Europa sigue extraviada en su indiferencia.
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