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México D.F. Martes 23 de marzo de 2004
COLOSIO: EL PESO DEL CRIMEN
Han
pasado 10 años del asesinato de Luis Donaldo Colosio en la barriada
tijuanense de Lomas Taurinas y el homicidio y sus secuelas todavía
gravitan la conciencia nacional y en la vida republicana del país.
Según la formalidad legal, ese crimen, al igual que los otros perpetrados
en las postrimerías del salinato y en el arranque del zedillismo,
está plenamente esclarecido y su responsable ha sido sancionado
conforme a derecho. Pero la muerte de Colosio, como antes la de Juan Jesús
Posadas Ocampo, y después la de José Francisco Ruiz Massieu,
es emblemática de la enorme distancia entre el discurso oficial
y la verosimilitud, distancia que hoy día alcanza dimensiones abismales.
La ineptitud policial y la posible acción de intereses
todavía ocultos hicieron que la tesis del asesino solitario acabara
convertida en verdad jurídica. Pero el sentido común de la
sociedad ha señalado, desde la tarde trágica del 23 de marzo
de 1994, que el homicidio del candidato presidencial priísta fue
la culminación de una conjura dentro del grupo gobernante en aquel
entonces, con posibles ramificaciones a sectores de gran poder económico,
financiero y delictivo. Los elementos del enrarecido ambiente de aquel
primer trimestre de ese año -la insurgencia indígena chiapaneca,
que en esas semanas empezaba a mostrarse a México y al mundo; las
agrias disputas palaciegas entre los hombres de Salinas, el auge del poder
del narcotráfico, así como un perceptible distanciamiento
entre el entonces presidente y el aspirante oficial a sucederlo, cuya campaña,
para colmo, no terminaba de prender en medio de aquella incertidumbre-
obligan a suponer que la muerte del sonorense no fue resultado de una aislada
mentalidad delirante, sino respuesta de un sector de la clase política
o de grupos de interés económico, o de una combinación
de ambos, a lo que se percibía como el inminente derrumbe del sistema.
Si a eso se agregan el desaseo y las irregularidades de las primeras fases
de la investigación, la explicación oficial se vuelve francamente
pueril e inverosímil.
La incapacidad o falta de voluntad para emprender una
investigación seria y creíble contagió al gobierno
de Ernesto Zedillo las sospechas en las que terminó el de Salinas,
y el olvido del caso por el foxismo ha minado también la credibilidad
de la administración en curso y reforzado la impresión de
que la falta de deslindes claros, en éste y otros terrenos, por
parte de gobernantes actuales con respecto a sus predecesores, expresa
un designio o un pacto de continuidad y hasta complicidad. Más aún,
la falta de respuestas oficiales claras a los muchos misterios del crimen
de Lomas Taurinas ha erosionado severamente la imagen de las instituciones
encargadas de procurar e impartir justicia, así como la de las entidades
encargadas de la seguridad en sus distintas facetas.
En términos generales, los sucesos del turbulento
año final del salinato siguen siendo, en buena medida, un recordatorio
de asuntos irresueltos: no sólo los asesinatos de políticos,
sino también el alzamiento indígena de Chiapas y la crisis
económica que estalló en diciembre de 1994, un traspié
mayúsculo que hundió en la desesperanza y la miseria a millones
de mexicanos y cuyos responsables jamás enfrentaron un juicio político,
ya no se diga un proceso penal.
El gobierno "del cambio" ha dilapidado el capital político
que recibió en el mandato de 2000 y ha agotado su primer trienio
en una lamentable autocomplacencia. El país, en tanto, sigue viviendo
en la sospecha del continuismo cómplice y en las inercias de un
pasado trágico. Los sucesos de hace 10 años deben ser puestos
una vez más sobre la mesa, sometidos a revisión y analizados,
con el propósito de un pleno esclarecimiento y de una solución
real y de fondo. Así podría darse muestra de un verdadero
afán de cambio.
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