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México D.F. Martes 23 de marzo de 2004
Sergio Ramírez
Como un pasajero cualquiera
Olof Palme vino a Nicaragua en 1984, hace ahora 20 años, una fecha para recordar. Lo había conocido dos años atrás, en una brillante y fría mañana de primavera, la mañana de un primero de mayo, cuando se celebraba en las calles de Estocolmo el día mundial de los trabajadores. Le acompañé en el desfile que culminó con un mitin en una plaza colmada. Y cuando le tocaba su turno de hablar, el del cierre, mientras la multitud coreaba šOlaf! šOlaf! šOlaf!, lo vi, en la culata de la tarima, -quitarse el abrigo, ajustarse la chaqueta de franela, acicalarse la corbata- y arreglarse el cabello frente a un espejo de mano. Humilde vanidad la suya, visible quizá solamente para los ojos de un escritor convertido entonces, por la fuerza de la necesidad, en dirigente de gobierno.
Fue uno de los tres grandes del escenario europeo de la posguerra a quienes tuve la fortuna de conocer durante mi carrera política. Olof Palme, Willy Brandt y Bruno Kreisky. A Brandt, con quien me relacioné primero, debo mi fama de socialdemócrata, cuando en los tiempos revueltos de la revolución de la que me tocó ser protagonista, aquélla no dejaba de ser una mala fama frente a los recalcitrantes mitos ideológicos, ahora calcinados.
En 1978, cuando a la cabeza del Grupo de los Doce dejamos el generoso exilio de Costa Rica para regresar a Nicaragua, en desafío de la orden de prisión de la dictadura de la familia Somoza Brandt, me hizo llegar una carta de respaldo para que la hiciéramos pública, en busca seguramente de protegernos de alguna manera, metiéndonos como íbamos a meternos dentro de la boca misma del lobo. Y su imagen de rodillas frente al monumento de los asesinados en el gueto de Varsovia mostró a toda una generación, la mía, el valor inconmensurable del acto de pedir perdón, cuando lo común eran los grandes enfrentamientos en un mundo dividido.
Con Bruno Kreisky me encontré no pocas veces en Viena, largas conversaciones aleccionadoras en su oficina de primer ministro, o en su departamento, ya en la oposición, y la última vez por teléfono, antes de su muerte, él desde Mallorca en su retiro, cuando en ausencia suya llegué a recibir el premio a los derechos humanos que lleva su nombre y que me había sido otorgado.
De la visita única de Olor Palme a Nicaragua tengo también recuerdos que quizás pueden parecer banales, insisto, menos para un escritor que vela a todas horas las armas de su oficio, y que encontrará sus mejores personajes entre aquellos que más detesta, o que más admira.
Cuando bajó del avión le esperaba al pie de la escalinata la alfombra roja que habíamos heredado del régimen de Somoza junto con la banda militar de música. Los músicos se habían desbandado junto con el resto de los soldados y oficiales del ejército, y tuvimos que buscarlos uno por uno en sus casas y convencerlos de que volvieran, tan necesarios eran para las ceremonias protocolares que entonces empezábamos a improvisar. Entre los guerrilleros no había filarmónicos.
Una alfombra roja, una banda de música, una guardia de honor. Cuando revisaba la tropa, no lo olvido, su paso no era marcial ni su traje el de un hombre de Estado en visita oficial. Vestía una sencilla guayabera, a la mejor usanza del trópico inclemente, y bajo el brazo llevaba el periódico que seguramente venía leyendo en el avión. Como un pasajero cualquiera que al descender la escalerilla se encuentra con toda la parafernalia de bienvenida y se sorprende al descubrir que todo aquello ha sido preparado en su homenaje.
Quienes a la edad que entonces teníamos nos ejercitábamos en los usos y las costumbres del poder necesitábamos aprender lecciones de sencillez. Nunca llegamos a aprenderlas todas y algunos de entre nosotros no aprendieron nunca una sola de ellas. Regresar a la misma casa que se tenía antes, y no vivir para siempre asediados por la lujuria del boato cortesano. Bajar de un avión de la misma manera, sea que se ejerza como jefe de Estado o como ciudadano común, que es también un honroso oficio.
He recordado otras veces el recado que nos envió con Pierre Schori, ya de regreso en Estocolmo: "se están alejando del pueblo". Una advertencia sabia. Una advertencia civil. Extraña para unos líderes que conducían una revolución popular, la advertencia de no alejarse del pueblo.
Las trampas del poder, él lo sabía, eran muchas, y la más peligrosa entre ellas, la de entregarse de manera recurrente a la autocontemplación en el espejo del poder mismo, un rostro solitario al que no acompaña ningún paisaje humano. Los rostros de la multitud pueden seguir allí, como un telón de fondo, pero ya no son reales. No es la humilde vanidad de arreglarse el cabello en un espejo de mano antes de la comparecencia en una tarima un primero de mayo, sino la terrible vanidad de arreglarse las charreteras en un espejo con moldura de oropeles.
Alejarse del pueblo significó más tarde que los valores éticos que una vez fueron defendidos con ardor resultaron olvidados, y peor, mancillados. La democracia es a fin de cuentas un asunto de rendición de cuentas.
Y qué cerca está la sencillez de la decencia. Y qué cerca también de la bala de un fanático asesino, cuando aquel que baja de un avión como un ciudadano cualquiera para enfrentar un pelotón de ceremonias cede a la sencilla tentación de irse una noche al cine con su mujer y tomar luego el Metro hacia su casa. Su casa de siempre. San José, marzo 2004. www.sergioramirez.com
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