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México D.F. Lunes 15 de marzo de 2004
DE REGRESO
Los
pueblos que integran el Estado español rechazaron ayer la mentira,
el belicismo criminal, la manipulación del dolor humano con propósitos
electoreros, el autoritarismo y la mediocridad, y ordenaron con su voto
mayoritario el fin del periodo en el poder del Partido Popular (PP) y el
inicio de un nuevo periodo gubernamental encabezado por el Socialista Obrero
Español (PSOE).
Si el triunfo de esta formación da pie para cierta
perspectiva esperanzadora, el castigo al PP en las urnas representa principalmente
y nada menos que la recuperación de la dignidad y la decencia de
España.
Hace apenas tres días la circunstancia electoral
española parecía encaminarse a un nuevo y rutinario refrendo
comicial del gobierno de la derecha, a un recambio de nombres en la jefatura
del gobierno -Mariano Rajoy en sustitución de José María
Aznar- y a una ampliación de la condena impuesta por la sociedad
al PSOE por su venalidad y sus expresiones de corrupción en tiempos
de Felipe González. Pero la mañana del jueves los estallidos
en cadena de una decena de artefactos explosivos en vagones de tren que
ingresaban repletos a la capital española mataron a dos centenares
de personas, hirieron a mil 500, colapsaron Madrid, enlutaron a toda España
e indignaron al mundo.
Es muy posible que Aznar, Rajoy; el ministro del Interior,
Angel Acebes; el portavoz Eduardo Zaplana y la ministra del Exterior, Ana
Palacio, hayan sabido desde el principio que ese atentado criminal era
consecuencia directa de la repudiada participación de Madrid en
las coaliciones armadas por George W. Bush para invadir, destruir y ocupar
Afganistán e Irak. Por eso mismo, o a pesar de ello, la plana mayor
del gobierno -ignominiosamente secundada, debe decirse, por los medios
informativos más importantes y creíbles- señaló
pública y contundentemente a los etarras como responsables de los
ataques. Entre la mañana del jueves y la noche del sábado,
la insistencia y el empecinamiento en esa versión por el gobierno
del PP convirtieron en mentira de Estado lo que originalmente habría
podido considerarse un mero error de apreciación, y propició
un espectacular vuelco de la opinión pública contra Aznar,
Rajoy y los demás mentirosos, quienes ciertamente tenían
motivos para distorsionar los hechos: si era un atentado de ETA justificaba,
a posteriori, la política represiva, antidemocrática
y autoritaria aplicada por Aznar no contra esa organización terrorista,
sino contra el conjunto de las expresiones políticas, sociales,
culturales y periodísticas del nacionalismo vasco. Más aún,
la autoría etarra de los atentados creaba el margen sicológico
necesario para generar, en el resto de España, un clima de linchamiento,
persecución y fobia contra todos los originarios de Euskadi. En
cambio, si se trataba de una acción de Al Qaeda, el horror del jueves
mostraría al país el infierno en que lo habían metido
la insensatez, la arrogancia y los intereses inconfesables de sus gobernantes.
Contra el sentido común y contra los indicios aportados
por la policía española y por expertos del extranjero, indicios
que apuntaban al integrismo islámico como autor de los atentados,
el aznarismo porfió en atribuir la masacre a los etarras. Ya en
las magnas manifestaciones del viernes ocurrieron muestras de descontento
por la manera en que el gobierno desinformaba a la sociedad. El sábado,
en la víspera de los comicios, resultó evidente que la responsable
de la atrocidad había sido Al Qaeda, que Aznar y Rajoy mentían,
respaldados por una prensa que no parece la de un país europeo sino
la de un reino -es decir, algo más primitivo que república-
bananero, fiel hasta la abyección al cacique en turno. La histeria
antivasca que pretendieron sembrar los del PP en la población de
España cobró su primera víctima: un panadero de Pamplona
fue asesinado a tiros por un policía por negarse a colocar un moño
negro en la puerta de su negocio. Corrió de boca en boca, de celular
en celular y de computadora en computadora la necesidad de exigir la verdad.
La tarde del sábado 13, el luto popular por los asesinatos del día
11 se convirtió en indignación manifestante frente a los
locales del PP en varias ciudades de España y en un masivo cacerolazo
en demanda de explicaciones. Esos manifestantes precipitaron un vertiginoso
vuelco de la opinión pública, que se concretó ayer
en un voto de castigo con el estrepitoso derrumbe electoral de Aznar y
los suyos.
La ciudadanía votó por la paz. Optó
por quienes se oponen a la participación de España en las
aventuras criminales de Bush y Tony Blair, castigó a la catalana
Convergencia i Unió (CiU) por haber cogobernado en tiempos de guerra
con el PP y premió a Esquerra Republicana de Cataluña (ERC),
cuyo líder, Josep Lluis Carod-Rovira, protagonizó recientemente
un ensayo de comunicación con ETA y fue, por ese motivo, satanizado
desde Madrid.
Los votantes no le dieron al PSOE un cheque en blanco
ni una mayoría absoluta. El partido que se corrompió en el
poder, la formación que se sirvió de escuadrones de la muerte
y de un esquema de guerra sucia para "resolver" el conflicto vasco tiene
ahora ante sí el desafío de respetar su promesa de campaña
y hacer volver a casa a las tropas españolas que se encuentran desplegadas
en Irak; enfrenta el reto de desarrollar el gobierno de paz que ofreció
anoche Rodríguez Zapatero y desactivar, de una vez por todas, y
por medios pacíficos y políticos, la escalada entre el terrorismo
etarra y la cancelación de vías políticas y legales
para los nacionalistas e independentistas vascos que no comulgan con los
métodos asesinos de ETA. Esta, por su parte, debe comprender que
la sociedad española posterior al 11 de marzo no aguanta un atentado
más, y que en el nuevo escenario cualquier acción terrorista,
por limitada que fuera, tendría consecuencias terribles para el
conjunto del pueblo vasco. ETA, no está de más repetirlo,
debe desaparecer, y permitir que las reivindicaciones nacionalistas o independentistas
de Euskadi se desarrollen en el ámbito de la lucha política
pacífica y democrática.
Desde otra perspectiva, si la institucionalidad española
se toma en serio a sí misma, tendría que emprender un esclarecimiento
político y hasta penal de las responsabilidades de los gobernantes
salientes en la catástrofe ecológica del Prestige, hace
dos años; en el recorte legal de las libertades y derechos fundamentales
-como procedieron ante el conflicto vasco- y, por encima de todo, en el
uncimiento de España, contra la voluntad de 90 por ciento de sus
habitantes, en una aventura militar criminal y contraria a la legalidad
internacional, cuyo precio ha sido pagado no sólo con la muerte
de algunos espías y efectivos militares enviados a Irak, sino también
con la sangre de miles de españoles inocentes en las calles de Madrid.
En forma paralela, el gobierno que forme Rodríguez Zapatero -quien
ofreció un régimen de "cambio" que apostaría "a la
cohesión, la concordia y la paz"- debe desarticular la alianza establecida
por Aznar con las histerias bélicas de Washington y reubicar a España
en los ámbitos a los que naturalmente pertenece: la Unión
Europea e Iberoamérica.
Si se proyectan al ámbito internacional los resultados
de las elecciones españolas de ayer, es razonable suponer que sean
causa de zozobra para Tony Blair y George W. Bush, quienes han fungido
como patrones de Aznar en las empresas bélicas en Afganistán
e Irak, y cuyos respectivos destinos electorales distan mucho de estar
asegurados. Ellos pueden, desde ahora, empezar a contemplarse en el espejo
de Aznar y de Rajoy, expulsados del poder en Madrid, en cuya caída
desempeñó un papel central el rechazo ciudadano al militarismo
y sus consecuencias.
La sociedad española, por su parte, después
de un periodo oscuro y regresivo en el que fue gobernada por un nieto ideológico
de Francisco Franco, parece haber regresado a sí misma. Superará
la torpeza, la insensibilidad y la vulgaridad con que se condujo su gobierno
en los últimos ocho años, llorará a sus muertos y
curará a sus heridos, encontrará la verdad de los atentados
asesinos del jueves y descubrirá el tamaño de la manipulación
de que fue objeto. España demanda paz y reclama decencia.
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