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México D.F. Lunes 15 de marzo de 2004
León Bendesky
Hoy Madrid
La cordura, como el amor, debe renovarse constantemente. Como hombres y como humanidad no sabemos hacerlo ni con la una ni con el otro, somos demasiado primitivos y elementales. Nos decimos poseedores de razón y nos hemos llamado a nosotros mismos, demasiado complacientes, homo sapiens, pero tenemos apellido y éste define mejor nuestro linaje; somos también homo demens.
La violencia, no importa cómo se ejerza, manifiesta esa gran limitación para saber renovar la cordura y el amor. Ella exhibe a quien la comete por sus actos demenciales y nos empequeñece a todos por la impotencia en la que nos arrincona. La violencia, en verdad, no tiene tamaño en cuanto a su sentido esencial, no es poca cuando se inflige sobre una sola persona y mucha cuando es masiva, aunque esta última provoque más conmoción. Las víctimas pueden ser una sola o multiplicarse por cientos o miles y la naturaleza del hecho sigue siendo la misma, se manifiesta en que destruye vidas de manera inútil e impone la degradación de nuestra capacidad de razonar y ser sabios.
La violencia, en verdad, es una sola ya sea que provenga de la ira incontrolada de un individuo, de la ideología de un grupo que se cree poseedor de la verdad, o bien, que se cometa en nombre del Estado. Las distinciones que se hagan a este respecto pueden ser relevantes en otro plano, el de las explicaciones y la racionalización en un momento posterior a la ocurrencia de los hechos, la violencia no se puede argumentar a priori.
Si se niega la esencia de los actos violentos se puede llegar al extremo absurdo de pensar que las víctimas inocentes de la violencia se lo tenían merecido ya sea porque los creemos inferiores, perversos, portadores de vicios o culpas de cualquier orden; ya sea porque han votado por el gobierno que actúa en nombre de la representación que le dieron o porque encarnan, aunque sea de manera anónima el mal del imperialismo, del fundamentalismo o cualquier otro de los odiosos "ismos" con los cuales parece que se puede justificar cualquier cosa.
El peligro, entonces, es creer que unos se merecen ser víctimas de la violencia y otros no. Pero, Ƒtenemos la vara moral para medir así las culpas, para adjudicar razones y tener criterios asépticos sobre lo bueno y lo malo, sobre la verdad y la mentira y justificar la muerte? En esto sólo queda ser radical y eso significa agarrar las cosas por su raíz. Eso es algo que generalmente no nos gusta hacer, porque finalmente significa confrontarnos con nosotros mismos, nuestros prejuicios y limitaciones, cosa que resulta siempre incómoda.
Sabemos de los argumentos que pueden justificar la guerra, que es una forma organizada de violencia y de terror. Se han planteado con mayor o menor rigor desde los recuentos de Tucídides sobre la guerra del Peloponeso hasta los discursos de George W. Bush para invadir Irak. Ya nos han dicho que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Pero con el tiempo esto ha significado que la guerra no se confina al enfrentamiento de los ejércitos preparados y pertrechados para ello. Cada vez es más generalizado el castigo a los civiles, es decir, el terror; como muestra conocemos de Sarajevo y puede verse el relato espantoso de W. G. Sebald en su libro Sobre la historia natural de la destrucción.
El terror es una forma de ampliar el efecto de la violencia, y debe reconocerse que es bastante efectivo y que son pocos los medios disponibles para enfrentarlo, sea cual fuere su origen. Esto se puede apreciar en la advertencia acerca de que la seguridad que se le da a alguien puede aparecer como que funciona de modo efectivo día tras día, pero que el terrorista sólo tiene que ser exitoso una sola vez. Esto se aplica a la protección que se da a un político y, con mucho más razón cuando se aplica a una población abierta, lo cual lo hace realmente escalofriante. Este es un dilema hoy para muchos políticos alrededor del mundo.
Ahora nos ha tocado ver las imágenes del terror y la violencia en Madrid, perpetrados con minuciosa frialdad. Ellas se han fijado ya en esa parte de nuestra memoria de la cual no quisiéramos tener registro, aunque tampoco podemos ni debemos olvidar. Se suma a las otras geografías de la violencia, cuya enumeración sería demasiado larga, nunca exhaustiva y ahora innecesaria.
Hoy es Madrid el escenario más reciente de una masacre inexplicable. Ya sabremos del origen de los hechos, aunque se trate de esconder la verdad a conveniencia de algunos, ya tendremos tiempo de construir hipótesis y argumentos, ya habrá oportunidad de sacar conclusiones. Ahora sólo hay muchos muertos y heridos para los que no hay justificación. No hay principio político, postulado religioso o planteamiento ideológico que justifique truncar inútilmente la vida inocente de aquel que debía volver de noche a amar a su pareja, o de quien debía aplicar la cordura en su trabajo o en la escuela. Hoy son ellos la única referencia necesaria.
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