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México D.F. Sábado 28 de febrero de 2004

Juan Arturo Brennan

Otro trago de elixir, otro

El domingo pasado, en Bellas Artes, la última función de la ópera El elixir de amor, de Donizetti, estuvo a punto de convertirse en un circo. Al cuarto para la hora, se supo que a la pareja presidencial y a su comitiva se les había ocurrido de pronto darse una embarradita de bel canto (como si el respeto por la cultura se adquiriera de repente y por ósmosis), con el consiguiente sofocón logístico que, dicho sea de paso, la gente de Bellas Artes resolvió con elegancia.

Para más señas, la pareja presidencial decidió también que el domingo es un buen día para darse baños de pueblo (no sin antes ir a misa y comulgar), y en vez de treparse a su frío y distante palco, se sentó con todo y comitiva cultural y policiaca en las butacas del primer piso.

No faltó el puñado de lambiscones que a la llegada de la comitiva intentaron generar una ovación; aquello no pasó de un tímido e hipócrita aplauso, nada comparable a la multitudinaria y sonora y merecida rechifla que al día siguiente se llevó el Presidente (junto con monseñor Abascal) en el congreso de la Confederación de Trabajadores de México.

Una vez aplacado el susto protocolario, se llevó a cabo la función de El elixir de amor, que resultó buena en términos generales, sobre todo por la presencia del tenor Ramón Vargas en el papel protagónico de Nemorino, que se sabe al derecho y al revés. Justamente, ese conocimiento integral que Vargas tiene de la parte musical de Nemorino le ha permitido, con el paso del tiempo, dedicarle más atención al lado teatral del asunto, con lo que ha logrado una creación más integral del personaje.

Lo escuchado esa tarde en Bellas Artes deja claro que, mientras algunos patriotas alucinan que tenemos orquestas como las mejores del mundo, y universidades incomparables, y una selección nacional de futbol casi imbatible, la calidad vocal de Ramón Vargas sí es realmente de nivel internacional, lo que está siendo demostrado claramente con la carrera que realiza en las más notables casas de ópera del mundo.

Dicho lo cual, me desvío un poco del asunto central para glosar un tema que me desconcierta mucho. No me imagino subir a la cabina de proyección de un cine a solicitar que el cácaro pase de nuevo una escena particularmente conmovedora. Ni concibo que en el teatro se repita de inmediato una escena que ha provocado fuertes emociones en el público. Pero a nadie parece estorbarle que a la mitad de El elixir de amor se repita de inmediato el aria Una furtiva lágrima (repetición que con Ramón Vargas se ha vuelto costumbre) debido a la majadera insistencia del público que, rabiosamente, pide y pide otro trago de elixir, que al fin y al cabo para eso pagaron su boleto y tienen derecho a exigir.

Más allá de lo que eso representa como sello de El País de la Otra (así definió a México un amigo colmilludo y socarrón), sea otra cerveza, otra ronda de tacos, otra canción de la diva, otra pieza del solista u otra aria del tenor, tales repeticiones tienden a romper violentamente la continuidad espacio-temporal y dramática de una manifestación que, finalmente, es teatro, y tiene (o debe tener) sus propias reglas de flujo unidireccional. Nada de esto, sin embargo, oscurece el hecho de que en ambas ocasiones Vargas cantó esa famosa aria con una musicalidad y una expresividad de altos vuelos, como lo hizo con el resto de la ópera.

Como su voluble enamorada Adina, la soprano Olivia Gorra demostró una etapa más de su evidente proceso de maduración musical y actoral, y Rosendo Flores se divirtió (y nos divirtió) como siempre en su versión del fraudulento Dulcamara, bien cantado y bien actuado con el desparpajo necesario y suficiente. A Oscar Sámano, en un bien cuidado papel de Belcore, le faltó quizá aligerar un poco el espíritu musical para adecuarse al tono ligero del elixir que ofrece Donizetti, acostumbrado como está a representar sólidamente papeles de mayor peso dramático. Y aunque algunos hayan mencionado que el director Guido Maria Guida sólo sirve para Wagner y cosas igualmente densas, es evidente que su inteligencia musical es mucho más amplia y, como de costumbre, la Orquesta del Teatro de Bellas Artes se superó bajo su batuta, y los tempi y las dinámicas fueron los adecuados para permitir a los cantantes cantar y ser escuchados.

Teatralmente, este elixir resultó un poco chato, y me hizo recordar una reciente y más divertida puesta, en la que un reparto bien encabezado por Rolando Villazón se dio vuelo con la chacota y el juego, que al fin y al cabo, para eso es una ópera cómica.

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