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México D.F. Sábado 28 de febrero de 2004
Ilán Semo
Juicios de la memoria
Un examen, así sea somero, de la historia tardía del Partido Revolucionario Institucional debería preguntarse por esa peculiar cultura política que hizo posible la inclusión y la suma -y, finalmente, la resta- de figuras, identidades y pasados no sólo disímbolos o irreductibles, sino frecuentemente contradictorios, cuando no antitéticos. ƑCuál fue la naturaleza de ese poder que pudo amparar y reunir caracteres, proyectos y realidades tan abismalmente diferentes como los que representaron en su época el extinto José López Portillo, Miguel Nazar Haro y Carlos Salinas de Gortari que, en días recientes, han absorbido una vez más las impredecibles energías de la memoria pública?
Antes, una observación: entre los procedimientos que procuran la recuperación del pasado, la historia y la memoria son dos ejercicios distintos, cuando no opuestos. La memoria social cifra ese cúmulo de rituales y evocaciones, guiadas por los avatares de la moralidad pública, que magnifican o disminuyen los símbolos y las realidades del pasado en función de las necesidades que impone la legitimación del presente. Es, ante todo, una continuación de la política con otros medios. La historia, la escritura de la historia, se debe acaso al escrutinio crítico de las huellas y las ruinas que van dejando a su paso las veleidades de la memoria. La historia escucha detrás del ruido de la glorificación o la denostación. Si el historiador tiene alguna función es la de horadar en el subsuelo de esas figuraciones.
ƑQué hay de historia y qué de memoria en esa suerte de linchamiento público -no hay otra manera de llamarlo- que observamos la semana pasada de tres figuras arquetípicas del régimen que empezó a dejar de existir el año 2000? Que ese pasado atrapado en los muros del PRI ha empezado a cobrar la calidad del denuesto en el actual imaginario público es un hecho cada vez más datable. Está aún por verse si tendrá efectos sobre las actitudes ciudadanas, las afinidades electorales y las percepciones públicas. Sin duda afectará los órdenes, las visiones y las preguntas que dominan la escritura de la historia contemporánea del país, es decir, la historia de su tiempo presente.
Visto desde una perspectiva etnográfica, Miguel Nazar Haro resume casi todos o todos los rasgos de un sistema político que vio en la persecución, la diseminación, el asesinato y, en el caso de las guerrillas, el exterminio de la oposición política, no sólo un cúmulo de prácticas de gobierno, sino una manera de ser, una forma de estar en el mundo. En sus operativos, la historia y la razón se daban la mano. Nazar Haro podía dormir tranquilo. No era más que un cumplidor, un esmerado funcionario del secretario o del presidente en turno. Si desde los años 40 gobernar significa, para la burocracia política, volver irrazonable cualquier forma de disidencia que no se despliega en las aguas, también turbulentas, del mundo oficial, Nazar Haro es lo que él mismo dice de sí: un "vencedor".
Y quien vence al vencedor no es otro como él, sino la absoluta futilidad de su oficiosa criminalidad. Lo que (ya no) asombra es que nadie, ningún ex secretario, ningún ex presidente, ningún funcionario, todos a los que hizo el favorcito de desaparecer a éste, liquidar a aquél, torturar a este otro o madrearse al de allá, intervenga en su favor. Justicia divina sería que, en pago por su silencio, los denunciara como lo que fueron, sus jefes inmediatos. Un pasado que intimida o avergüenza a sus propios protagonistas está destinado a terminar en las fauces de la memoria pública.
La reforma política de José López Portillo tenía entre muchas otras finalidades acotar, contener -que no acabar-, con esa visión que convertía a la política de gobierno en un ejercicio de cacería permanente de la oposición. En parte lo logró. Pero fue una reforma tan pobre y limitada que acabó convirtiéndose en una dislocación. Le dio vida a algo que probablemente ya la había perdido en gran parte: el régimen corporativo, el megapresidencialismo, el gobierno por mandato. Más que el último presidente de la Revolución, como solía definirse a sí mismo, López Portillo fue acaso el primer mandatario de la decadencia.
Una década después, Carlos Salinas de Gortari presentó el neoliberalismo como la gran innovación, el gran antídoto para reparar los males producidos por la nacionalización de la banca, el estatismo y el dirigentismo económico. Otro PRI, casi radicalmente opuesto al original. Pero en 1995 también fracasó. Y el fracaso fue tan rotundo o más que el de 1982.
Tal vez cabría leer la historia que va de la nacionalización de la banca en 1982 a la crisis del 20 de diciembre de 1994 como un solo trance, un último y furioso suspiro. La historia de un fin que debería haber terminado mucho antes, y cuya escenografía sólo recuerda, a la memoria popular, los signos de lo único que no puede afectar al poder político: la decrepitud.
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