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México D.F. Viernes 20 de febrero de 2004
Horacio Labastida
Marcos Kaplan
Marcos fue definitivo al discutir la época de Domingo Perón. Rechazó sin titubeo el populismo que en la segunda mitad de los años cuarenta derrotó a los partidos argentinos que encabezaran la Unión Cívica Radical. La constitución peronista de 1949, me dijo, fue en apariencia abiertamente favorable a los trabajadores porque dio apoyo a sus derechos, mas al mismo tiempo, cosa increíble, excluyó el de huelga, peculiarísima medida que muestra la superficialidad con que el nuevo gobierno pretendía estimular en su favor los movimientos populares, contándose además en esta maraña la actividad continua y satírica de la esposa de Perón, María Eva Duarte, encargada de articular una ostentosa política gubernamental entre las clases bajas izando otra bandera vacía: la de Mis descamisados. Con serenidad el doctor Kaplan apuntaba que sin un cambio profundo en las estructuras de producción y en las relaciones económicas, la constitución del 49 y los escándalos multitudinarios de Evita, no tuvieron consecuencias importantes; por el contrario, las cosas siguieron mal para las grandes poblaciones urbanas y rurales de la nación de José de San Martín (1778-1850). Tan sobrada razón tenía Marcos Kaplan al juzgar la retórica izquierdista de Juan Domingo Perón y de muchos seguidores en la organización guerrillera denominada Montoneros, que la Operación Masacre (1969) fue intrascendente.
El panorama se haría cada vez más negro en los momentos en que los países latinoamericanos tuvieron que pagar a acreedores extranjeros los préstamos que generosamente les distribuyeron los grandes ganadores del boom de los petrobonos y otros enriquecimientos transitorios. Pasó la alegría y vino la tristeza. Por órdenes de Ronald Reagan la Reserva Federal estadunidense elevó las primas redituables del 9 por ciento de 1979 a casi 22 por ciento en enero de 1981. Atrapada en tal aire asfixiante (1981-83), América Latina tuvo que pagar arriba de 94 mil millones de dólares sólo de intereses, cantidad que dobló la que hubiera pagado en los años setenta. Y a pesar del gran saqueo y empujadas por el imperialismo del Tío Sam, las elites latinoamericanas empezaron a adoptar las destructivas estrategias neoliberales del capitalismo feroz. Absurda condición muy clara en Brasil, 1964, cuando el general Humberto Castelo Branco ejecutó el golpe militar contra la democracia de Joao Goulart, cuya iniciada reforma agraria en el noroeste del gran país carioca estalló en mil pedazos. Enseguida se vino encima la devastación. Augusto Pinochet asesinó al eminente presidente chileno Salvador Allende (1973) e inauguró la terrorista junta militar apoyada abiertamente por el Pentágono y el Departamento de Estado estadunidense, junta que pronto se armonizó con las altas minorías de los países sureños en la genocida Operación Cóndor, cuyas actividades masacraron a todas las clases opuestas a la tiranía. El militarismo echó para atrás los avances democráticos y las esperanzas de la región y edificó enormes campos de concentración donde fueron torturados y asesinados millones de oponentes. Ya en 1976 se había establecido, con el aplauso estadunidense, un bloque autoritario de estados -Brasil, Chile, Bolivia, Uruguay y Paraguay-, bloque que apoyó la expulsión de la presidenta argentina María Estela Martínez de Perón por los militares que encabezó el general Jorge Rafael Videla (1976). Este y su ministro José Alfredo Martínez de la Hoz echaron las bases para remodelar la economía en beneficio de la gran burguesía industrial y financiera, permitiendo la entrada de mercancías extranjeras sin límite alguno y dinamitando el capital nacional que comenzó a crecer entre los años treinta y cuarenta. Ahora toda la riqueza estaba al servicio de hacendados, banqueros y empresarios de altos vuelos. Para los demás eran el hambre y las migajas y los dolorosos efectos del envilecimiento de la moneda. Con objeto de apoyar la reducción del Estado y el cese de la burocracia, la lógica impuso la represión inmisericorde de cualquier tipo de resistencia, viniera de donde viniese. El efecto fue inmediato: un terrorismo de Estado orientado hacia la eliminación de la izquierda, de los partidos políticos, de los sindicatos y de toda forma de asociación de estudiantes, intelectuales y artistas. Videla se convirtió en el representante, al lado de Pinochet, más propio y distinguido entre los presidentes latinoamericanos, según apreciaciones repetidas mil veces por señalados funcionarios del Capitolio y la Casa Blanca, en Washington.
A pesar de todo, Videla se vio presionado por sus camaradas oficiales para abandonar el poder, y fue sustituido por Roberto Eduardo Viola (1981), que continuó e incrementó persecuciones, torturas y la eliminación en el hombre de sus virtudes generosas para convertirlo simple y llanamente en cosa útil al aumento de las ganancias del supercapitalismo trasnacional. La caída de Viola y el ascenso de Alfonsín no cambiaron nada. Para colmo de ignominia Carlos Saúl Ménem indultó en diciembre de 1990 a Videla y los otros responsables del espantable genocidio que llevó a cabo el gorilato argentino a partir de 1976.
Esa historia y su reflejo universal en nuestros días ocupó permanentemente el juicio crítico de Marcos Kaplan. El emblema que gravó en la conciencia de sus contemporáneos contiene una verdad iluminada y apodíctica: el hombre no es cosa; quiere frente a la opresión continuar siendo hombre y perfeccionar su humanidad.
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