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México D.F. Martes 17 de febrero de 2004
Adolfo Gilly
Las aporías de Julio Cortázar
Suele contar José María Pérez Gay, pero a mí no me consta, que en la Universidad de Berlín un estudiante pidió a Georg Simmel que aceptara dirigir su tesis. Este, abrumado de trabajo, le puso una condición: resumir el proyecto entero en una cuartilla. A la semana el estudiante volvió. El resumen era sólo una línea: ''Lo que existe no puede ser verdad". El estudiante era Ernst Bloch, su obra fue El principio esperanza.
Lo que existe no puede ser verdad: de este movimiento de afirmación, negación y transgresión de la realidad en el cual vive el pensamiento del rebelde está hecha también el alma del artista. Esa flecha que se persigue a sí misma sin cesar es la escritura de Julio Cortázar, mítico nieto de nuestro abuelo eleático Zenón.
Por eso, así como no hay revolución que viva si no se alimenta con la rebeldía nuestra de cada día, es imposible que en su nombre quiera imponerse al artista la supresión o el congelamiento de aquel movimiento del espíritu, esa defensa de lo que no es verdad que vulgarmente se denomina realismo. Rebelde desde siempre, en el juego perpetuo de recibir, reinventar y trasgredir las reglas del juego Julio se sumó a la revolución y la apoyó con todos sus medios. Alcanzó a hacerlo sin perder esos medios en la empresa y supo navegar sorteando remolinos, congresos, presiones, condenas o ruegos amistosos de comandantes, secretarios generales y escritores comprometidos, para mantener el respeto al primero y más ineludible principio de un escritor: ser siempre, en toda circunstancia, fiel a sí mismo. El periplo completo de su obra lo atestigua.
Decía Marx que ''el escritor nunca considera sus trabajos como un medio, sino como fines en sí. Tan lejos están de ser medios para él y para los otros que, si es necesario, sacrifica su existencia por la de sus obras". Esa lealtad hacia la propia obra, si mantenida, lo protege de ceder a otras lealtades inferiores de sector o de secta. Ninguna coacción, ningún supremo interés de la moral, la patria, la religión, el Estado o la revolución, para agotar de un solo golpe todas las grandes palabras, tiene derecho a exigir al artista que renuncie a esa lealtad. Porque el arte se nutre de la resistencia a toda coacción, y vive en el conflicto permanente con la coacción y la resistencia que su propio medio de expresión, palabras, colores o sonidos, le opone todo el tiempo al artista.
Contra la coacción y la opresión organizan su vida y sus actos los revolucionarios, pero ellos deben también saber pactar, negociar, comprender a los demás sin abandonar la intransigencia de sus fines. También el escritor pacta y negocia con las palabras y el lenguaje que le han sido dados, aunque lo haga en un movimiento de incesante transgresión y alteración de sus límites. ƑPero qué es la revolución si no un constante trascender los límites?
Ese permanente trascendimiento/transgresión es el inasible y real movimiento que pretenden aferrar Balzac en La obra maestra desconocida, Cortázar en El perseguidor y Zenón en sus aporías. Metáfora de una cualidad del espíritu que va más allá del arte, esa persecución, turbulenta y visible en los tiempos revueltos como los nuestros, no es menos tenaz, aunque tal vez más oculta, en el gran arte clásico hecho del multitenso coajuste del arco y de la lira.
Esa transgresión es constante en Cortázar, hasta llegar a la inversión del mito: Ariadna no dio el hilo a Teseo para que pudiera regresar del laberinto, sino con la esperanza secreta de que su hermano minotauro ''encontrara la salida del dédalo y se reuniera por fin con ella en una libertad de praderas minoicas". Quien volvió fue Teseo, Ariadna quedó sola y así se escribió la historia. Algunos seguimos empeñados en que pueda algún día salir el Minotauro.
Terco perseguidor con frecuencia extraviado, enemigo de las razas gemelas de los comunicólogos y los politólogos, burlón escabullidor de ordenadores (de carne y hueso o de metal y plástico), insigne traidor a la patria que hacía el amor en la ruta a Marsella durante la guerra de las Malvinas, es asombrosa la facilidad con que en estos tiempos inhóspitos aparecen la palabra felicidad o su reflejo en la obra de Julio, esa palabra tan extraña a Roberto Arlt, que dejó Buenos Aires del lado oscuro de los años 40; a César Vallejo, que se murió en París con aguacero, o a Maiakovsky, para quien, en este planeta, la alegría había que arrancarla a los tiempos futuros.
Tal vez. Julio Cortázar, con la persistencia de los niños que siempre han sabido mejor que nadie que lo que existe no puede ser verdad, se empeñó en buscar los paraísos en esta tierra brincando sobre las reglas y las líneas variables de la rayuela. En medio de tanta sombra, nos mostró varios. Por eso nadie mejor que él comprendió en las palabras uno de los mayores movimientos de libertad del espíritu y de la creación de nuestra época: el jazz, río, pradera y noche con estrellas de los perseguidores, invención permanente de los perseguidos, tierra ignota para todos los demás aunque no lo sospechen.
A la hora de su muerte, si hay tiempo y lucidez, Lucas pedirá escuchar dos cosas, el último quinteto de Mozart y un cierto solo de piano sobre el tema de I ain't got nobody. Si siente que el tiempo no alcanza, pedirá solamente el disco de piano. Larga es la lista, pero él ya ha elegido. Desde el fondo del tiempo, Earl Hines lo acompañará.
Flecha que para siempre seguirá persiguiendo su propio movimiento.
Este texto se publicó originalmente en mayo de 1984 en la revista Nexos, con ocasión de la muerte de Cortázar, efeméride que el mundo magnifica hoy
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