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México D.F. Viernes 30 de enero de 2004
James Petras
El discurso de "estado del imperio" de Bush
El discurso de "estado de la nación" de George
W. Bush no fue un elogio de Estados Unidos, como afirmó, sino una
declaración de fascismo en el interior e imperialismo en el exterior.
Fue un elogio de la conquista imperial de países del tercer mundo
(Afganistán e Irak), la celebración de la fuerza como instrumento
de chantaje político (Libia) y el anuncio de nuevas imposiciones
imperiales, sobre todo en Medio Oriente.
El discurso reiteró los elementos más re-trógrados
de la doctrina George W. Bush: el uso unilateral de la fuerza, la guerra
preventiva, la supremacía de los dictados imperiales estadunidenses
sobre la soberanía nacional de enemigos y aliados. El presidente
todo sonrisas que glorificaba las conquistas imperiales ante las ovaciones
de sus sicofantes y partidarios que atestaban el Con-greso, fue una versión
light del nazismo: una escenografía coreografiada para exaltar
los logros de un mandatario imperial.
El emperador negó sus intenciones imperiales aun
en el momento mismo de defender las conquistas y proyectar nuevas expediciones
militares. Su discurso fue más allá del triunfalismo y la
mendacidad: fue una visión surrealista que colocó a Estados
Unidos en el centro de un universo divino, en el cual el pueblo elegido
exterminará a los enemigos e iluminará por la fuerza a sus
aliados renuentes.
George W. Bush habló como milenarista, fustigando
a los demonios (terroristas) con una espada moral (o con bombas de racimo),
como discípulo ordenado y ungido por Dios. Entre el triunfalismo
y la celebración, sin embargo, el emperador propagó el mie-do
a la violencia enemiga para sustentar la misión imperialista. La
paranoia complementó la misión divina. El "terrorismo" está
en todas partes, oculto y encubierto: la fuerza maligna que en cualquier
momento pue-de reproducir el 11 de septiembre de 2001.
La ideología imperial del imperialismo se yuxtapuso
a la vulnerabilidad permanente, en una celebración teñida
de miedo. Sin embargo, las contradicciones lógicas del discurso
no importan: lo que importa es el poder. La retórica triunfalista
tenía el propósito de capturar recursos nacionales (presupuestos
militares inflados y soldados) para continuar la guerra colonial, y la
paranoia de justificar la concentración de poderes dictatoriales
(mediante la Ley Patriótica) para reprimir, silenciar y amedrentar
a la oposición antibélica.
No se permitió que ningún dato o factor
mundano interfiriese con la construcción de esta visión gloriosa
del imperio mundial. Ninguna mención de los cientos de soldados
estadunidenses muertos, de los miles de mutilados y desmembrados, de las
veintenas de suicidas y miles de perturbados mentales. George W. Bush no
se refirió a los muertos y heridos estadunidenses, no sólo
porque no servían al propósito de exaltar el imperio, sino
porque demuestran que sus combatientes son vulnerables (no superhombres
elegidos y protegidos por Dios) y que el pueblo colonizado en realidad
resiste a la "invencible máquina militar".
George W. Bush y su círculo saben a la perfección,
en momentos menos exaltados, que cada victoria de la resistencia iraquí,
cada baja inferida a las fuerzas estadunidenses erosionan su apoyo electoral
y socavan la "voluntad de poder" de Donald Rumsfeld. Las derrotas en Irak
hacen escarnio de la visión sionista-militarista del Pentágono
de guerras ilimitadas en Medio Oriente. La visión milenarista, sionista-militarista
de su-cesivas conquistas militares (después de Irak, Siria, Irán
y otros) ha sido destrozada por las batallas en los suburbios de Bagdad,
los cientos de miles de manifestantes en Basora, las minas colocadas en
los caminos.
La resistencia iraquí ha desenmascarado la imagen
racista de quienes odian a los árabes en el Pentágono y de
sus colegas en Is-rael: los árabes no están acobardados por
el poderío militar de Washington ni son incapaces de organizar la
resistencia: son los soldados estadunidenses los que desertan por centenares,
es el gobierno de Estados Unidos el que implora desesperadamente por mercenarios
centroamericanos que remplacen a sus desmoralizadas fuerzas.
El informe de George W. Bush sobre el estado del imperio
incluyó por necesidad un apresurado panegírico de los éxitos
internos de su régimen en materia social y económica. El
imperio está constituido por "armas y mantequilla", o por lo menos
ese era el mensaje que pretendió dar. Pero en esto la historia es
menos creíble, aun para el sector más retrógrado y
chovinista del pueblo estadunidense. La mayoría de la gente sabe
que 3 millones de trabajadores han perdido su empleo en el país
en los tres años anteriores. Dos tercios de la población
saben que los planes privados de salud y farmacéuticos están
fallando y que las políticas del presidente han incrementado la
vulnerabilidad de todos, excepto los más ricos. Precisamente porque
el presidente sabe que 60 por ciento del público rechaza sus políticas
sociales, enfatizó la necesidad de extender la fascista y represiva
Ley Patriótica, con cláusulas que facultan al Ejecutivo a
suspender todos los derechos democráticos.
Al igual que su predecesor nazi, Bush de-claró
la guerra a las familias no tradicionales, al sexo, a los homosexuales,
a los inmigrantes indocumentados (ninguna amnistía a 10 millones
de mexicanos), con el fin de movilizar a su principal masa de apoyo: los
fundamentalistas cristianos. Arropado en la retórica de "defender
al pueblo estadunidense", pone énfasis en el papel central de la
policía, la legislación represiva, las fuerzas armadas: ninguna
mención del desempleo de 80 por ciento en Irak, de las aldeas bombardeadas
en Afganistán, de la diaria matanza de palestinos, del abusivo trato
de Estado policiaco que se infiere en el país a visitantes no europeos,
cuya culpabilidad se presume (al fotografiarlos y tomarles sus huellas
digitales) y por tanto deben probar su inocencia.
Como los nazis, George W. Bush niega por completo los
frágiles fundamentos domésticos de su imperio: la masiva
transferencia de fondos estatales de la "república" (la economía
doméstica) para financiar al imperio produjo un enorme déficit
presupuestal de más de 400 mil millones de dólares en 2003.
Cegado por la expansión económica imperial, se niega a ver
que el flujo hacia el exterior de capital y exportaciones de las subsidiarias
estadunidenses en el ex-tranjero está creando un monstruoso déficit
comercial y socava la credibilidad del dólar.
Como su predecesor del Tercer Reich, George W. Bush cree
que el "pueblo estadunidense" debe sacrificarse para mayor gloria del imperio
de la virtud. Sin el apoyo total de los medios masivos cuasiestatales,
el mensaje se difunde en Estados Unidos y por todo el mundo, pero la recepción
en el planeta es diferente que en el país. Le Monde informa
que, después del discurso de George W. Bush, 67 por ciento de sus
lectores sintió que Estados Unidos representa una grave amenaza
a la paz mundial. Las mismas opiniones fueron expresadas en el resto del
mundo (con excepción de Israel). En Estados Unidos menos de 15 por
ciento de la población escuchó el discurso y, aparte de los
convencidos, pocas voces expresaron apoyo incondicional. Un día
después del discurso había más interés por
el Supertazón de futbol americano, para el cual faltaban dos semanas,
que por la oratoria presidencial.
La versión estadunidense del fascismo es en ciertas
formas muy distinta de su predecesor alemán: compra a los votantes
con cientos de millones de dólares en propaganda en los medios masivos;
no impone la aprobación por la fuerza, no aterroriza abiertamente
a la población, se limita a sembrar la paranoia de "los otros".
No hay organización de masas ni actos espectaculares para hipnotizar
a la población, sino frivolidad y mentiras banales para aislar a
los votantes y producir una tasa de abstención de más de
50 por ciento. El próximo presidente de Estados Unidos será
elegido por menos de 20 por ciento del electorado po-tencial, considerando
50 por ciento de abstención, la exclusión de los inmigrantes
"ilegales" (10 millones) y de los ex convictos (4 millones). Si este proceso
electoral excluyente no bastara para asegurar el resultado electoral apropiado,
puede haber fraude, exclusión e inferencia judicial.
Es un fascismo light, pero contiene el po-tencial
de la otra versión, más dura. El general Tommy Frank, anterior
comandante de la fuerza invasora estadunidense en Irak (consejero cercano
de Bush), declaró en fechas recientes que si hay un nuevo "gran
ataque" a Estados Unidos se debe suspender la Constitución, declarar
la ley marcial y establecer tribunales militares para juzgar a sospechosos.
Con sus defensas reiteradas de la Ley Patriótica, George W. Bush
se hace eco de las declaraciones abiertamente fascistas del general Frank.
En otras palabras, cualquier provocación instigada por el régimen
puede romper el frágil equilibrio y precipitar al país hacia
el fascismo.
El autoritarismo en la construcción del imperio
se enfrenta a dos obstáculos fundamentales: la resistencia democrática
y ar-mada en Irak y la decadencia de la república estadunidense.
El encuentro de las elites gobernantes en Davos se ve perturbado por la
devaluación del dólar y el déficit comercial y fiscal
estadunidense, pero ha apoyado y apoya la invasión a Irak, negándose
a reconocer la interrelación entre la expansión imperialista
y la decadencia republicana. Los dilemas de la elite de Davos son la oportunidad
para la izquierda: mientras ma-yor sea nuestra solidaridad con la resistencia
iraquí, que debilita al ejército colonial, mayor probabilidad
tendremos de avanzar en la construcción de movimientos sociales
y "refundar" la república democrática en Estados Unidos,
así como fortalecer los mo-vimientos revolucionarios de masas en
el tercer mundo.
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