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México D.F. Viernes 30 de enero de 2004
Jorge Camil
La desmitificación
Frustrados por el lento desarrollo de nuestra transición democrática subestimamos con frecuencia los avances. Suponemos que la alternancia de 2000, el funcionamiento de los organismos electorales, la apertura de los partidos políticos (no obstante la podredumbre e inmadurez que destilan), y la lucha entre los poderes Ejecutivo y Legislativo por el control político de la nación, son simples paliativos; insuficientes para considerar a México una nación integrada plenamente a la vida democrática.
Pero si comparamos nuestra atmósfera política con la que prevaleció hace menos de una década concluiremos que los avances han sido considerables. Sin embargo, Ƒcómo no extrañar el boato, la oratoria grandilocuente y el acartonado protocolo del culto al "presidencialismo"? Después de todo vivimos atrapados en las garras de ese ominoso sistema oficial durante más de 70 años. (Durante la era de Nikita Kruschev, mientras observaba los desfiles del 16 de septiembre, jamás dejó de llamarme la atención el enorme parecido entre las escenas que mostraban al gabinete presidencial, encaramado en el palco central de Palacio Nacional, y al politburó soviético, presenciando el desfile del primero de mayo en la Plaza Roja de Moscú.)
ƑCómo aceptar de pronto que la hora correcta es la del Meridiano de Greenwich, y no la que se le antoje al Señor Presidente? Nadie imaginó jamás que la alternancia convertiría al Ejecutivo en un ser humano común y corriente, un ciudadano de a pie como todos los demás: se equivoca, "mete la pata", se enferma, se casa, discute con los medios y, el colmo, šdesconoce la literatura latinoamericana!
Eso molesta a quienes estaban acostumbrados a presidentes superdotados, que conocían todas las asignaturas y eran proclamados por propios y extraños como infalibles especialistas en economía, derecho y ciencias políticas: los presidentes que -reconocía el pueblo azorado- "engañaban con la verdad". Los presidentes que tenían oficio -šqué duda cabe!-, porque se forjaban con el paso de los años en los pasillos de las principales secretarías de Estado. Ahí aprendían a vestir, a beber "del bueno", a hablar en público y a discutir en forma inteligente los problemas de la vida nacional. Viendo presidentes aprendían a ser presidentes.
Mas no faltan quienes exigen decoro en los asuntos relacionados con la silla presidencial. Aquellos a quienes les preocupa que el Presidente actual, como cualquier campesino, monte los fines de semana un caballo de rancho en silla charra, vestido de jeans y tocado con sombrero de paja. José López Portillo -aseguran- trotaba como country esquire en los campos inmaculados del Estado Mayor Presidencial. Gallardo, montado en albardón inglés y con indumentaria europea, lo mostró Televisa en aquel documental en el que apareció lanzando jabalina, practicando esgrima, boxeando y jugando tenis, además de montar a caballo (šun superhombre!). Aunque, en estricto rigor, el culto a la personalidad haya comenzado con Miguel Alemán, porque ni el general Cárdenas ni Manuel Avila Camacho (conocido como el "presidente caballero"), ni mucho menos Adolfo Ruiz Cortines (admirador del sabio refrán "en boca cerrada no entra mosca"), sucumbieron a la frivolidad del culto a la personalidad.
Alemán se habría de convertir con el tiempo en Mister Amigo, y el sistema lo reconoció por mucho tiempo como padre de la industrialización (aunque, en realidad, ésta haya surgido como consecuencia de las carencias que sufrió la economía estadunidense durante la Segunda Guerra Mundial). Adolfo López Mateos fue el hombre culto, bien parecido, galante y orador estrella que promovió la imagen de México en el extranjero ("Ƒqué nos toca hoy -decía el vulgo que preguntaba a su secretario particular- viaje o vieja?"). Porque el sentido del humor, una de nuestras principales cualidades, fue en la época del presidencialismo priísta la única catarsis frente a la intransigencia del sistema.
Con los años, rumbo a la desmitificación de la presidencia, se acabaron los presidentes carismáticos y el discurso de la Revolución dio paso a las cifras económicas. Los bottom liners (frase utilizada en Estados Unidos para describir a los "genios" de las finanzas, preocupados exclusivamente por el renglón de las utilidades) olvidaron a los obreros y campesinos (espina dorsal del sistema) y se dedicaron a complacer al Fondo Monetario Internacional, a participar en el Foro de Davos y a buscar la presidencia de la Organización Mundial del Comercio. Pensaron que podían gobernar sin el pueblo y con ello destruyeron el sistema.
En cuanto a la erradicación del mito, sin embargo, es preciso reconocer que Vicente Fox fue quien finalmente convirtió a los gobernantes en hombres de carne y hueso identificados con el pueblo. La sencillez, la ausencia de boato y la honradez (habíamos llegado a tolerar la corrupción como cualidad inherente al Poder Ejecutivo) son factores que nos acercan cada día más a la verdadera democracia.
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