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México D.F. Domingo 11 de enero de 2004
PRIMERO, RECORTAR LA ALTA BUROCRACIA
El
programa de "austeridad" del presidente Vicente Fox, que prevé eliminar
50 mil puestos de trabajo en la burocracia federal -que se sumarían
a los 150 mil que, según el mandatario, han sido ya recortados durante
su sexenio-, resulta incongruente e injusto, además de que podría
desatar conflictos sociales indeseables y potencialmente explosivos.
Para ilustrar esta situación basta considerar el
desmesurado crecimiento del número de altos funcionarios de la administración
pública federal, el cual pasó de mil 475 al final del mandato
de Ernesto Zedillo a 2 mil 109 al cierre de 2003. La nómina de subsecretarios,
directores generales, directores generales adjuntos y otros funcionarios
de alta jerarquía del gobierno federal no ha hecho sino incrementarse
durante el presente régimen en algunos casos hasta en 360 por ciento
y, con ello, los recursos fiscales que se destinan a pagar sus elevados
salarios y prestaciones, también han crecido de manera significativa
hasta situarse en 35 mil millones de pesos anuales.
En este contexto, es claro que la "austeridad" propugnada
por el gobierno federal no es sino una salida fácil e injusta que
consiste en despedir trabajadores de base mientras crece la alta burocracia
y su carga de canonjías. Basta recordar el caso de despilfarro perpetrado
por el representante de México ante la Organización de Cooperación
y Desarrollo Económicos, Carlos Flores Alcocer: mientras el país
mantiene un abultado adeudo con ese organismo internacional, la delegación
de nuestro país pretende adquirir inmuebles de valor multimillonario
en París, comprar vehículos de lujo, alquilar costosas oficinas
y pagar salarios exorbitantes a sus funcionarios de confianza. Lo mismo
sucede en el resto de la administración: el gobierno no tiene empacho
en señalar que echará a la calle a 50 mil trabajadores más,
pero al mismo tiempo sostiene y protege a la onerosa alta burocracia, circunstancia
que no se encuentra en sintonía con el discurso oficial de austeridad
y recorte de gastos, y constituye una práctica reprochable. Por
añadidura, los numerosos y privilegiados mandos superiores del gobierno,
a la luz de los mediocres resultados que han conseguido en los ámbitos
político, económico y social de la nación, resultan
un lastre de ineficiencia que México no tiene por qué soportar.
Sin embargo, al gobierno federal parece no preocuparle
esta situación ni la potencialmente explosiva reacción de
los trabajadores del Estado frente a la pretensión de utilizarlos
como chivos expiatorios en la contabilidad de los "ahorros presupuestales".
Tampoco parece inquietarle la suerte de 50 mil mexicanos y sus familias
que quedarían privados de su fuente de ingresos, pues el señalamiento
de que los burócratas despedidos crearían sus propios
changarros tras apartarse de sus actuales empleos se encuentra fuera
de la realidad. A menos que el gobierno entienda por changarros
los precarios puestos callejeros de los vendedores ambulantes, no es previsible
-si se tienen en cuenta el índice de quiebras y cierres de empresas
y el insuficiente crecimiento económico que se registran en el país-
que tal suposición tenga viabilidad. Por añadidura, muy pocos
de esos 50 mil mexicanos podrán encontrar trabajo en la iniciativa
privada, pues ésta no se encuentra en capacidad de contratarlos.
Si el Presidente realmente pretende dar ejemplo de austeridad
y racionalidad económica, debería comenzar por reducir el
aparato de su propia oficina y del resto de la alta burocracia federal.
En un contexto nacional de pobreza, elevado desempleo, salarios insuficientes
y falta de oportunidades de desarrollo, la ciudadanía espera de
un gobierno que se dice democrático mayor sensibilidad social y
congruencia administrativa: antes que afectar a los trabajadores, los recortes
de personal en la administración pública deben comenzar por
los mandos superiores y, a la par, deben disminuirse los desmesurados sueldos
y privilegios de los que éstos gozan. De lo contrario, la mentada
austeridad gubernamental será entendida como una forma de arrebatar
recursos a los empleados de base -con todos los costos y los conflictos
sociales inherentes- para financiar los privilegios del desproporcionado
número de altos funcionarios del gobierno federal.
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