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México D.F. Domingo 11 de enero de 2004
Carlos Montemayor
Universidad pública y cultura
Autoridades del presidium, miembros de la comunidad universitaria,
amigos de la Universidad Autónoma de Chihuahua, señoras y
señores. Muy joven era yo cuando desde Parral viane a la escuela
preparatoria de la Universidad de Chihuahua, preparatoria a la que en diversas
ocasiones aún llamábamos Instituto Científico y Literario.
El escudo de la universidad me llamó la atención, particularmente
su pensamiento central: "Luchar para lograr. Lograr para dar". Aún
no sabía qué era luchar para alcanzar ciertos logros; aún
ignoraba que de nada sirven los logros si no se comparten. Ahora, cuando
han transcurrido tantos años, sé con claridad que la lucha
es muy larga, que mucho, muchísimo me falta trabajar y luchar para
cumplir con los libros que debo escribir, con las investigaciones, artículos
y ensayos sociales que aún pienso preparar. Pero al cabo de estos
muchos años, comprendo perfectamente, y esto es lo más importante,
que si no somos útiles a los demás no habremos entonces conseguido
ningún logro.
Sería por ello contradictorio que yo aceptara a
título personal un reconocimiento así, como el que hoy nos
entrega con generosidad la Universidad Autónoma de Chihuahua. Debo
exponer, pues, varias razones:
Lo acepto, primero, porque este año me invitaron
no a competir con otros postulados, sino a compartir estos reconocimientos
con el recientemente desaparecido Fernando Aguilera Baca y con Víctor
Hugo Rascón Banda. Segundo, porque se trata de una universidad pública,
esencial en nuestro estado, esencial en mi vida personal.
La universidad pública ha sido la columna vertebral,
durante casi un siglo, de la transformación del país entero,
una transformación que permitió a hijos de campesinos, de
obreros, de familias modestas o de buena posición concurrir en una
construcción del país, en una vasta movilidad social que
ayudó a México. Esta universidad pública paulatinamente,
desde hace ya varias décadas, ha ido viéndose mermada, aislada,
marginada en muchos sentidos. Particularmente ahora que las transformaciones
internacionales han llegado a extremos que no nos hubiéramos imaginado
cuando mis compañeros y yo estudiábamos en la preparatoria.
Por cierto, mi casa de asistencia se encontraba en la colonia Industrial
y nadie aceptaba ir a mi casa a estudiar. Pensaban que era un barrio bravo
y todos preferían con la distancia preservar su integridad física.
Pero yo viví estupendamente en la colonia Industrial, una colonia
que quiero profundamente. Bueno, les decía que ahora hemos tenido,
aparte del crecimiento desmesurado de la pobreza en todo el planeta, un
quiebre brutal en nuestra idea del conocimiento. Antes, cuando la universidad
pública era el gran camino para México y los países
del sur del continente, creíamos que el conocimiento era un patrimonio
de la humanidad, una conquista de la evolución humana. Ahora el
conocimiento se está aceleradamente convirtiendo en una patente,
en una mercancía, en un secreto de empresas trasnacionales. Podemos
establecer convenios con universidades extranjeras sobre investigaciones
humanísticas, históricas, sociales o administrativas; pero
los conocimientos sobre conservación de suelos, de bosques, de recursos
acuíferos, de alimentos, producción de granos, quedan cada
vez más en manos de empresas que consideran el conocimiento ya no
como un patrimonio del ser humano, sino como una propiedad privada. Esto
no es una evolución de la especie humana, esto es un retroceso.
La universidad pública es un baluarte entre otras
cosas porque defiende todavía esta integridad del conocimiento como
patrimonio del ser humano.
Otra cosa debo señalar de las universidades públicas
de México. He sido invitado como conferencista o como profesor a
50 universidades de Estados Unidos, Canadá, Sudamérica, Europa,
África y Medio Oriente. Solamente las universidades públicas
mexicanas se comprometen más allá del cultivo de su propia
población estudiantil: se comprometen con el desarrollo de la comarca
donde están inscritas. El arte de México, la amplia cultura
de México no existiría en la dimensión y pluralidad
que tiene sin la labor de la difusión cultural de las universidades
públicas. Sin embargo, los primeros recortes presupuestales afectan
primero y directamente a las áreas de difusión cultural.
Pero la universidad pública es, pues, una razón por la que
acepto este reconocimiento, y no a título personal, como seguiré
explicando.
La escuela que postuló nuestros nombres, el de
Víctor Hugo Rascón Banda y el mío, fue el Instituto
de Bellas Artes. He aquí otra razón. Pintores como Leandro
Carreón, Ernesto Carreón, Alberto Carlos Piña Mora,
músicos como Moisés Ordaz, Fernando Sáenz Colomo,
dramaturgos como Manuel Talavera, son nombres fundamentales para entender
una fuerza creativa que a menudo no se ha apreciado en nuestro estado.
José Fuentes Mares solía decirnos que en sus años
mozos, cuando en Chihuahua alguien pronunciaba la palabra cultura, todos
desenfundaban las pistolas preocupados, como si estuviesen siendo agredidos.
En este desierto, los amigos de mi padre, Víctor
Aldrete, Agustín Méndez Rosas, Salvador López, Alfredo
Jacob, Mario Arras, Solón Sabre, mucho lucharon y trabajaron para
hacer de Chihuahua un lugar habitado por la cultura, habitable para el
teatro, para la poesía, para el periodismo cultural. Nunca o tarde
recibieron reconocimiento, pero temprano y siempre publicaron a su costa
sus propios libros. Los primeros murales que yo vi de niño en un
viaje a la ciudad de Chihuahua, los de Leandro Carreón sobre la
minería y la ganadería en Chihuahua, ya no son patrimonio
de los chihuahuenses, sino de la compañía que posee las llaves
de las puertas de la estación vieja de ferrocarriles. Todavía,
por fortuna, conservamos estos murales de Leandro Carreón en el
Paraninfo porque las llaves del recinto las posee la Universidad Autónoma
de Chihuahua.
Todas aquellas actividades que llamamos artísticas
son profesiones complejas. Nadie se convierte en un buen médico,
en un buen ingeniero, en un buen abogado por entretenimiento, como hobby.
Tampoco un violinista, un cantante, un pianista, un compositor, un
pintor, una flautista, un actor, un coreógrafo, tampoco, repito,
se convierten en lo que son por entretenimiento. Son actividades que exigen
una alta y concentrada preparación y especialización, una
inversión decidida y creciente. La atención personalizada
que requieren los estudiantes de arte, particularmente de algunas disciplinas
musicales, es distinta a la que requieren nutridos salones de abogados,
contadores o administradores, pongamos por caso.
En comparación con el resto del país, Chihuahua
empezó tarde y mal en sus compromisos con la cultura. El Instituto
de Cultura apareció no como un compromiso del estado mismo, sino
como un recurso de campaña electoral. Esto ha provocado trastornos
al estado, gastos, pérdidas, demoras, discordias. Falta mucho por
hacer en la comprensión de estos procesos, entender que los recursos
que requerimos no son gasto, sino inversión. Porque así como
debemos recapacitar en que el conocimiento es patrimonio de los seres humanos,
debemos reconocer que la dignidad de la vida, la calidad de la vida humana,
la calidad de vida de una sociedad, también está en función
del acceso a la formación universitaria y del acceso pleno a la
cultura. Falta mucho por hacer, y por entender que un artista no lo es
por vanidad, sino por profesionalismo y por vocación.
Debo terminar con algunas razones más de porqué
estoy aquí esta mañana. A la vieja preparatoria de la Universidad
de Chihuahua (entonces no era aún Autónoma), le debo el conocimiento
de dos dimensiones esenciales en mi formación personal. Debo aclarar
que en aquella época mi generación tenía un respeto,
una admiración por la inteligencia, por el conocimiento. En esa
fuerza, en esa limpieza de aquellas generaciones, conocí el mundo
griego y latino a través de la visión generosa y sabia de
Federico Ferro Gay. Soy, gracias a ese conocimiento, a esa formación,
en gran medida, el escritor que hoy les habla. En estos desiertos tan extensos,
tan dilatados de nuestro estado, de pronto vi pasar los contingentes de
griegos y romanos y los tomé sin el menor trauma cultural. Si yo
hubiera nacido en Yucatán quizás todavía hasta la
fecha estuviera pagando sesiones de sicoanálisis para entender porqué
en lugar de mayista me convertí en helenista y latinista. Siendo
chihuahuense pude convertirme en las tres cosas. Como no tenemos ese peso
ancestral de tradiciones, quizás somos más libres para tomar
las raíces clásicas. Esto ocurre con Julio Torri, coahuilense,
con Alfonso Reyes, neoleonés, con Jesús Urueta, chihuahuense,
con Valle Arizpe, coahuilense, con Martín Luis Guzmán.
El otro encuentro fundamental que me dio la preparatoria
fue la vertiente social, la conciencia y la lucha social. Reconocer aquí,
en este momento, en este espacio que generosamente me permite la Universidad
Autónoma de Chihuahua, recordar aquí en mi paso por la preparatoria
el nombre de Oscar González Eguiarte es para mí un honor.
Parte de lo que soy y de lo que el Consejo Universitario pudo haber tomado
en cuenta para esta celebración, lo debo a lo que aprendí
de Ferro Gay en la preparatoria, a mis maestros y compañeros, dignos,
honestos, nobles, entusiastas, sí, pero también a la conciencia,
a la inteligencia, a la honestidad, a la aplicación de Oscar González
Eguiarte. A través de él conocí a una generación
pura y honesta de grandes normalistas: Arturo Gámiz, los hermanos
Rodríguez Ford, Saúl Chacón, Pablo Gómez. Ellos
decidieron luchar para lograr un México mejor, más noble,
más justo para compartir, para dar. Esos jóvenes guerrilleros
que murieron, que ofrendaron su vida por hacer de México y de Chihuahua
una región más noble para la vida, me enseñaron a
trabajar, a ser, a pensar, a ver a México de una manera más
comprometida y profunda.
Aprovecho esta oportunidad, este reconocimiento, esta
generosidad de nuestra universidad, para reconocer a las generaciones que
nos han formado a Víctor Hugo, a Ignacio Solares, a José
Vicente Anaya, a Joaquín Armando Chacón, a mí. Quiero
reconocer ese esfuerzo como parte de la tenacidad del propio chihuahuense.
Acepto este reconocimiento para recalcar el compromiso
que todos, autoridades políticas, autoridades universitarias, ciudadanos,
debemos tener con esa parte del desarrollo de nuestra vida.
En suma, recordando a Federico Ferro Gay y a los jóvenes
luchadores sociales que conocí a través de Oscar González
Eguiarte, agradezco la oportunidad de esta mañana para agradecer
también a ellos. Muchas gracias.
Discurso pronunciado por Carlos Montemayor el 8
de diciembre de 2003, en la ciudad de Chihuahua, con motivo
del homenaje que la Universidad Autónoma de Chihuahua les ofreció
a él y a Víctor Hugo Rascón Banda
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