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México D.F. Domingo 11 de enero de 2004
Rolando Cordera Campos
Los tiempos muertos
La calma chicha de este comienzo de año no durará demasiado. Son muchos y graves los asuntos no encarados y lanzados hacia delante en diciembre, durante las bochornosas sesiones parlamentarias en torno a las finanzas públicas, como para esperar que este enero apacible se extienda al resto de los meses.
A ritmo cansino el país amanece acosado por la sensación de que el gobierno no ha hecho su tarea ni bien ni a tiempo, no obstante el alto grado de popularidad que aún goza el presidente Vicente Fox, que debiese servir a la causa del desarrollo y toma de riesgos, no a la autocomplacencia de los magos de la imagen, pero en fin, aquí nos tocó y aquí seguimos.
No habrá dinero suficiente para sufragar gastos elementales y es más que probable que la infraestructura, descuidada por mucho tiempo, empiece a pasar facturas. Lo mismo puede decirse de la educación pública básica, media superior y superior, ahogada por una informalidad inocultable que se exhibe con estruendo cada mayo, cuando los profesores marchan sobre la capital y muestran sus miserias, materiales sin duda, pero también mentales.
Entrar a saco en el Senado o en el edificio de su propio sindicato no es muestra de firmeza política o convicción gremial, sino de atraso político flagrante, grave, al tratarse de los mentores de millones de ciudadanos en proyecto. Con todo, es claro que debajo de esta circunstancia hay años de sacrificio fiscal y de renuncia del Estado a cumplir sus obligaciones constitucionales en materia educativa.
La descentralización de oropel, acordada entre la cúpula sindical y el gobierno federal encabezado entonces por el presidente Ernesto Zedillo, no ha hecho sino ahondar el conflicto y profundizar las fallas sustantivas de un sistema que no educa ni imprime responsabilidades básicas a sus protagonistas principales, precisamente los maestros que marchan, se rebelan, a la vez que faltan a sus clases o descuidan su preparación arrinconada por el multiempleo, el descuido de los responsables, el desprecio de que su labor esencial es objeto por las clases altas y por los dirigentes de la educación en el gobierno y en el sindicato. Si se trata de enjuiciar, enjuiciemos, pero no dejemos en el archivo a los que han mal dirigido esta función decisiva para el desarrollo y la democracia.
Cada recuento lleva a otro renglón del desamparo nacional. Las carreteras se llenan de hoyos, los puertos no encuentran el modo de agilizar el flujo de las mercancías que entran o salen de México, los jóvenes no tienen cupo aceptable en escuelas de nivel medio superior y universidades, los enfermos ven subir los costos de sus medicinas y ampliarse las insuficiencias de los hospitales, y las empresas que producen para el mercado interno ven a éste encogerse sin fecha de término. Los exportadores sufren, a su vez, las inclemencias de la competencia mundial, y no hallan caminos claros de expansión, para no hablar de una integración doméstica a la que se renunció hasta con orgullo en el pasado y ahora se mantiene como regla de hierro, a pesar de las palabras inaugurales comprometidas con una política industrial congruente pero dispuesta a arriesgar en medio de los remolinos de un mercado mundial turbulento y carente de reglas efectivas. Esta es la situación de que partimos y es imperioso reconocerlo, antes de que otra ilusión nos lleve por la senda autodestructiva, en la que nos metimos hace casi dos décadas.
Salir al paso de la parálisis debería ser la consigna de esta hora. Dejar atrás los tiempos muertos, a los que busca someterse al país con el pretexto de salvaguardar la estabilidad, tendría que ser el eje de los entendimientos y acuerdos políticos y sociales, sin los cuales la democracia acabará por ser la apestada de la era del cambio. Defender la política plural y sus órganos fundamentales, el Congreso, los partidos, la libertad de expresión, debería ser el compromiso unificador para arribar al tiempo mexicano del futuro que hay que volver cuanto antes, presente para todos. Auguri y adiós a Norberto Bobbio, el gran pensador que nos dejó anteayer pero nos llenó de ideas, esperanzas, confianza en la fuerza de la razón, con una vida de decencia y entrega al estudio, a la educación, al pensamiento agudo y sin concesiones.
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