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México D.F. Domingo 14 de diciembre de 2003
María Luisa Puga y la escritura
Elena Poniatowska
Más que ningún escritor, más que
ningún periodista, más que tú y yo, más que
cualquiera, más que los Evangelistas, más que Proust, más
que Virginia Woolf, más que Juan Carlos Onetti -quien se encamó
los tres últimos años de su vida-, más que Tolstói,
más que Balzac, María Luisa Puga escribe. Y digo todos estos
grandes nombres porque Proust iba a fiestas, Virginia Woolf formaba parte
de un grupo -el de Bloomsbury-, Tolstói caminaba por sus tierras
y abrazaba paternalmente a sus siervos, Balzac se escondía de sus
acreedores, y María Luisa si acaso habla es con sus perros, que
se llaman coma, punto, paréntesis, mayúscula.
Escribir es su respiración. Escribe como respira.
Escribe como deglute. Escribe como nos vaciamos de todos nuestros humores.
Vive para escribir, y es la escritura la que la hace vivir. La escritura
es su padre, su madre, su hija; es su amor extraordinario por los niños
del mundo, que son sus hijos; es Isaac Levine, ese gran árbol enraizado
frente al lago de Zirahuén; es su vida. En cualquier parte, sin
necesidad de una mesa, llena página tras página de letras
parejitas y aparentemente ordenadas de tinta color café, color de
la tierra. Escribe siempre y escribe para todo. Amanece y anochece en la
escritura. Podrá no comer, pero dejar de escribir jamás.
Heroína
de sí misma, lo es también de la escritura. Mientras la dejen
escribir podrán caerle encima todas las malas vibras, montañas
de desgracias, toneladas de emocionales de la peor índole; todo
lo aguantará incólume con tal de que no vaya a caérsele
la pluma de entre el índice y el pulgar. Ahora mismo va a abrir
su bolsa de cuero, sacar su Montblanc, abrir su libreta y escribir. Escribe
mentalmente mientras nos escucha apenada porque estamos hablando de ella.
Escribe en la mesa y en la sala de espera, en el autobús y en el
barco, durante la conferencia y la metida en la cama, con su libreta sobre
las rodillas. Escribir la alimenta. Su escritura es su sangre y su linfa,
sus huesos y su materia gris. Los pensamientos redactados en sus cuadernos,
que ya suman miles, qué digo, millones, son sus nutrientes. (Alguna
vez, cuando fue a Grecia, tuvo que quemar 20, porque no los podía
cargar.) La escritura es su manantial y es su fuente de la eterna juventud;
es su líquido amniótico y su matriz; es su parapeto y su
guarida; es su nacimiento y es su muerte. La única muerte que aceptaría
sería aquella en la que le prometieran: ''Allá donde estés,
vas a escribir".
Todo esto lo digo porque María Luisa me nombró
alguna vez heredera universal de sus cuadernos, y estoy segura de que no
bastarían dos vidas para leerlos. La verdad, si Dios me diera otros
70 años quisiera vivirlos a su sombra -la de María Luisa
y la de sus cuadernos-, porque sé que escribiría mejor.
Insisto: todo puede sucederle a María Luisa menos
dejar de escribir. Escribe para sentirse parte activa del mundo y escribe
para explicárselo; escribe para entenderlo y para entenderse a sí
misma. Durante años se levantó a las cuatro de la mañana,
primero porque siempre tuvo que trabajar, y segundo, porque a esa hora
no molestaba a su compañero, marido o al más modesto habitante
de la casa: la lagartija, el gorrión, los perros; todos dormían.
Las madrugadas le son propicias, no pasa nada, no suena el teléfono.
María Luisa escribe a mano, y a las tres, cuatro cuartillas, se
detiene porque ya salió el sol. Además la noche anterior
prepara la escena que escribirá al día siguiente y se duerme
después de haber condicionado su mente para seguir pensando en ella
durante el sueño. Así ha logrado escribir novelas, cuentos,
ensayos; así ha preparado los talleres de creación literaria
que da en Erongarícuaro, tanto a adultos como a niños.
A
diferencia de otras mujeres, Puga no escoge el papel de víctima.
No quiere engañarse mientras que las víctimas nos engañamos
haciendo la lista de los agravios, es decir, no nos hacemos responsables
de lo que nos sucede. La vida está allí para golpearnos,
reírse de nosotras y nuestras pretensiones, mermar nuestro talento,
desposeernos de nosotras mismas para que al final exclamemos: ''yo iba
a hacer... yo quería... yo iba a ser...'' No, María Luisa
Puga toma su vida, mejor dicho, su escritura, entre las manos, e implacablemente
advierte: ''si tú no crees en mí no puedes vivir conmigo;
si tú no lees lo que hago no podemos cohabitar, tu espacio es otro.
Estas son mis reglas, las asiento desde un principio. A cambio te entrego
mi pasión, puedes presentirla y si quieres, compartirla, pero debo
ser muy clara: el único sentido que puedo darle a mi vida es escribir".
No hay duda: el oficio de la Puga puede ser mortificante
para quien no lo entiende, porque María Luisa se aísla y
escribe, pero en ella no hay ninguna superchería. Yo siempre he
pedido perdón por escribir (bueno, pido perdón por casi todo).
Siempre he escrito ''además de...", ''después de...'', disculpándome:
''ustedes me van a perdonar tantito si los dejo''. Pero María Luisa
Puga no anda como yo, tras oportunidades fugitivas; no, ella se afirma,
tiene un solo tiempo y vive dentro de su escritura. No existe en la mayoría
de los tiempos en los que existimos las mujeres, sólo en el tiempo
en el que ella escribe, su tiempo que abarca todas las posibilidades que
ha desechado de antemano.
No sé si María Luisa se dé cuenta
de que el viento borra toda huella sobre la arena, porque no tiene el menor
sentido de la irrisión de la vida; nunca ha vivido el mundo como
una trampa, no piensa jamás en la traición. Cuando yo ya
no sé si soy hombre, mujer, perro o gato, y además no importa,
María Luisa se yergue y afirma, toda ella de una pieza: ''soy María
Luisa Puga'', y en seguida consigna lo que acaba de vivir, que para ella
no es, como para mí, ''un infinito juego de azares'', sino algo
que sucedió expresamente para que ella pudiera consignarlo. Todo
su talento, que es enorme, toda su energía, toda su fuerza vital,
está concentrada en eso: escribir.
Su relación con la vida de los demás también
es la escritura. Ella y yo nos hemos hecho amigas exclusivamente en torno
de la escritura; no nos hacemos confidencias -salvo las más evidentes-,
no coincidimos en reuniones, lo único que hacemos es leer y leer,
así como el llorar y llorar de la canción de José
Alfredo Jiménez. El afán que ambas compartimos nos hizo querernos.
Nunca en mi ya larga vida había visto a alguien
escribir con la facilidad de María Luisa. Escribe en cualquier lado:
en medio del ruido de la calle, de las conversaciones de los demás,
sentada en un café, entre el tintinear de las copas en el bar Rose
Bud, como lo hizo Simone de Beauvoir. Levanta la cabeza sólo para
volver a inclinarla sobre su cuaderno rayado.
Escribir es toda una actitud ante la vida, y María
Luisa no sabe escribir nada que no sea ficción; no imagina acontecimientos,
imagina escritos. Nadie más alejado de la literatura testimonial,
del reportaje, del periodismo. Al escribir da a la vida de los demás
y a la suya propia una dimensión que no tienen. Nunca refleja nada;
todo lo transforma. Su forma de hacer literatura es ese salto dentro del
tiempo y del espacio; el doble salto mortal de los trapecistas, el doble
salto mortal de los grandes creadores. Su capacidad reflexiva, su darle
vuelta a las cosas hace que salga el cuento infinitamente maduro, como
una fruta de oro. Entre tanto le da tiempo al tiempo, no busca el éxito
fácil ni la respuesta inmediata.
Sobre la mesa de María Luisa aguardan en orden
los lápices con su punta picudita, los cuadernos escolares de pasta
dura que provienen de diversas partes del mundo, la pluma Montblanc que
durante un tiempo llevó colgando al cuello. Lo mismo sucede con
sus lecturas. Ordena su vida en torno a un objetivo y lo logra; todo se
fusiona, las líneas se van juntando, los caminos llevan a Roma.
La vida entera de María Luisa Puga es la escritura.
Se oye raro entregarle la vida entera a algo o a alguien. Pero sucede.
María Luisa es la primera escritora en nuestro país con jornadas
de catorce horas, incluyendo domingos y días feriados. No hay pero
que valga; no anda diciendo que le duele, que se le fue, que no puede,
que mañana, que qué lata... No, no, se sienta frente al cuaderno
rayado y apunta con una apretada y nerviosísima letra. En Pánico
y peligro, la única novela que le dio miedo escribir, refleja
la avenida Insurgentes. La escribió encerrada entre cuatro paredes
porque la operaron de la espalda y se metió tanto en su novela que
el mundo real dejó de existir para ella. Hasta llegó a asustarse
porque se instaló a tal grado en otro universo que temió
no poder regresar. La envidio con envidia de la buena porque yo, tan aprisionada
por la realidad, tan pendiente del pago de la luz, el gas, el camión
de la basura en el Distrito Federal, me la paso corriendo como rata atarantada
diciéndole que sí a quienes ni siquiera me preguntan si quiero.
Cuando el aire es azul crea una sociedad utópica
basada en el modelo de Cuba, en la que campea la buena voluntad, la bondad
personal y la conciencia social; niños, jóvenes y viejos
se empeñan en lograr esta convivencia idílica y un tanto
irreal en la que cada uno tiene su sitio y su tarea específica y
desinteresada.
María Luisa empezó a escribir a los nueve
años porque le impresionó el diario de Ana Frank. "Me gustaba
la idea de ir contando las cosas a medida que iban sucediendo. A los nueve
años murió mi mamá de una embolia en Acapulco, y mis
hermanos y yo nos separamos para vivir en distintos lugares. Mi hermana
Pati y yo nos quedamos en Acapulco con mi abuela. Mi padre y mis hermanos
se fueron a vivir a México y venían a Acapulco a visitarnos
en las vacaciones. A partir de entonces comencé a escribir historias
como de Corín Tellado para contárselas a Pati, mi hermana,
dos años menor".
Huérfana de padre y madre, la Puga se lanzó
muy joven a la búsqueda de lo que queremos todas las mujeres: ser
dueñas de nuestra vida y de nuestro cuerpo. "Había cosas
que quería olvidar y me empujaron a irme de México 10 años".
La Puga fue a Inglaterra, a Roma, a Africa, y después de dos años
en Kenia regresó a México con Las posibilidades del odio,
"mi primer intento por hablar de lo que quería olvidar, porque también
en Las posibilidades del odio se muere la mamá de Nyambura.
En esa novela hay una crisis social permanente, una falta de identidad
nacional, y una fuerte colonización cultural. Kenia y México
son países subdesarrollados''.
Y en cierta forma intercambiables. A mí Las
posibilidades del odio (el tema central es el hambre y el colonialismo)
me deslumbró. Cuando la leí supe de inmediato que María
Luisa había escrito la novela.
Sin embargo, la Puga sólo se sintió escritora
cuando preparó su libro sobre la cerámica de Hugo Velásques:
Cuando rinde el horno. Quizá ella misma fue cociéndose
y dándose forma, su torno interno la moldeó por la pura fuerza
de su voluntad, ya que el libro salió en 15 días de encierro
en el que María Luisa escribió directamente a máquina.
La Puga es ante todo y sobre todo una autora grave que
trata temas esenciales, y lo hace con seriedad. En México la seriedad
suele confundirse con la tristeza. En alguna ocasión me han preguntado:
"¿Ya vas a sacar algún nuevo libro deprimente?", como si
todo lo que tuviera que ver con la condición social de nuestro país
estuviera necesariamente ligado a la desgracia.
Si uno analiza cada uno de los siete cuentos que integran
el volumen Accidentes, se verá que desembocan inevitablemente
en la muerte. En Inmóvil sol secreto, María Luisa
relata la ruptura de los amantes (un rompimiento es siempre una forma de
muerte), y al lado de cada uno de los cuentos escribí en aquellos
años la palabra muerte: Difícil situación, muerte;
El viaje, muerte; Por teléfono, muerte; Helmut
y Florián, muerte; Ramiro, (¡qué cuento
extraordinario¡), muerte; Las mariposas, muerte. Lo mismo
sucede en Joven madre, ese cuento atroz acerca de la depresión
posparto de una chavita que se tira por la ventana a los dos días
de dar a luz, suceso real recortado en el periódico en el que por
única vez se basó María Luisa.
Y no es que la Puga tenga un afán específico
por la necrofilia ni la suya sea una metafísica de la muerte, es
que sus temas están ligados a la violencia en la que vive América
Latina: la del asalto, la de la guerrilla, la de la depresión, el
desamor. Accidentes me hizo descubrir lo importante que es el azar
en nuestras vidas, cómo todo cambia de un minuto al otro, cómo
alguien que antes estaba y era el centro mismo de nuestra vida desaparece.
El accidente es irracional, sacude, rompe, destroza, catástrofe,
terremoto, fin del mundo. Frente a él se derrumban todas las seguridades;
ya no somos lo que fuimos, no hay vuelta de hoja, nunca volveremos, y nadie
ni nada puede echar el tiempo para atrás ni devolvernos lo que perdimos.
En Accidentes María Luisa nos enseña
que cada ser humano es único e irrepetible. "Ramiro" desde luego
lo es.
''Cuando me fui de México en abril de 68, antes
del movimiento estudiantil -dice María Luisa Puga-, huía
de una total impotencia ante la realidad de mi país. Ser mexicana,
ser mujer, ser escritora, me parecían imposibles. No encontraba
el espacio para esas identidades. Recuerdo que cuando trabajé con
Barbachano Ponce tuve que prestarle mi ropa a Arabella Arbenz para una
escena de la película Un alma pura, basada en un cuento de
Carlos Fuentes. Ella se puso mi suéter, falda, blusa, y yo fui al
baño a mirarme con su atuendo de actriz. Nunca me atreví
a salir del baño. No sabía pasar de ser una secretaria a
lo que yo quería ser: escritora, mexicana, mujer. ¡Qué
gacho, pero es en ese orden!''
Ahora sí María Luisa Puga ha llegado hasta
el fondo de su búsqueda, y sabe bien lo que le interesa hacer con
la escritura. Podría yo deducir que todos esos cuadernos en los
que ella vacía los sucesos de su vida son una larga e infinita
carta dirigida a su mamá. En el fondo, y pensándolo bien,
ese diario a lo largo de 100 mil cuadernos es su mamá, y
llenar sus páginas la consuela de todo: de los insomnios y los sinsabores,
del dolor físico y la desesperación.
Y de paso también me consuela a mí, su hermana
espiritual, que a su imagen y semejanza sabe lo que son las dudas, los
arrepentimientos, las preguntas sin respuesta y, sobre todo y ahora más
que nunca, la orfandad.
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