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México D.F. Domingo 14 de diciembre de 2003
Néstor de Buen
Un 12 de diciembre inolvidable
No se si fue un acto de agradecimiento a México, una aventura posible o el cumplimiento de un deber más o menos diluido y a mi manera o, a lo mejor, que no me sentía demasiado a gusto en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, que no jugaba con las facilidades que había representado mi ingreso, desde fines de 1940, al Instituto Luis Vives. Mi primer año en la escuela (1943) no se presentaba fácil.
Es cierto que el doctor Juan Negrín, último presidente del gobierno de la República Española, había comprometido a los españoles a formar parte de los ejércitos aliados para luchar contra los nazis y los fascistas. Que, por cierto, lo hicieron desde la guerrilla, el maquis en Francia, con las fuerzas de Leclerc en Africa y tripulando tanques con nombres de batallas de la guerra de España (Teruel, Belchite), que reconquistaron París enarbolando la bandera de la República.
En 1942 México había entrado a la guerra y establecido el servicio militar obligatorio. La primera generación fue la de 1924. La segunda, la mía, de 1925. Me presenté -obviamente sin obligación, ya que no era mexicano-, cumplí los trámites, y en un sorteo celebrado en el cine Encanto, en la calle de Serapio Rendón, fui agraciado (así le decían) con bola blanca. Detrás de mí, Carlos Laborde Cancino, a quien había conocido en esos trances, recibió el mismo premio.
Gracias a Carlos, el 6 de enero de 1944 ingresamos al batallón de Transmisiones, allá por el Foreign Club, en Cuatro Caminos. Había sido un casino en los tiempos de Abelardo L. Rodríguez y se convirtió en cuartel. La vida de soldado fue una experiencia maravillosa, a pesar de todas las incomodidades evidentes. Hice con Carlos otros amigos: Pablo Rovalo Azcué, Miguel Romero Sánchez y Luis Noriega Devesa, entre muchos más. Aquello implicaba la pérdida de la libertad por casi un año, salvo las salidas esporádicas de algunos fines de semana. Pero para mí fue una mexicanización por inmersión. Asumimos el espíritu del cuerpo de Transmisiones y entre otras cosas formamos un equipo de futbol que nos comprometió -y Carlos, Pablo y yo lo cumplimos cabalmente- a seguir jugando en el equipo después de terminar el servicio.
El 12 de diciembre de 1944, a tres días de quedar en libertad, dos terceras partes de nuestros compañeros de la tercera compañía divisionaria de Transmisiones (así se llamaba) decidieron, a la brava, tomarse el día -supongo que sin demasiadas inspiraciones guadalupanas-, escapando por alguna salida no oficial. Unos 30 conscriptos nos quedamos en el cuartel, entre ellos Carlos, Pablo y Luis. Miguel Romero había agarrado una chamba de encargado del almacén (un muchacho de extraordinaria inteligencia, después destacado ingeniero químico) y no le tocaban ni marchas ni clases. A los 30 nos mandaron con un sargento primero de apellidos inolvidables: Conejo Cataluña, a tomar unas clases, absurdas en ese momento. Ya no sabían qué hacer con nosotros.
Las protestas se desataron en el salón. El buen sargento nos aburría y él mismo se aburrió y nos castigó poniéndonos a correr alrededor del campo de fútbol. A la cuarta o quinta vuelta sonaron unos chifliditos de claro significado. El sargento se enfadó. Exigió confesiones que no se produjeron. Aquella noche los 30 dormimos en el bote, un cuartito insuficiente a la entrada del cuartel y vigilado por la guardia en turno. Lo que recuerdo es que no pasamos frío, dada la aglomeración.
Nos preocupaba a todos que aquella rebeldía trascendiera a las cartillas, en las que podría aparecer una clara referencia a la mala conducta. Pero ya por la mañana los "culpables" confesaron con gran valor civil (dos inolvidables amigos, uno de ellos después abogado importante en la Procuraduría del DF) y a los demás nos dejaron libres. Dos días después, en una ceremonia emocionante en el Campo Militar Número Uno, en Palomas, nos condecoraron a todos, incluidos los "culpables"; nos entregaron diplomas firmados por el secretario de la Defensa, general Lázaro Cárdenas, šnada menos!, y nos devolvieron las cartillas con una hermosa anotación de buena conducta.
Cada uno siguió su rumbo. Pablo Rovalo inició la carrera de medicina y antes de concluir el primer año entró a un seminario, allá por la Villa. Llegó a ser obispo de Zacatecas, y creo que partidario de la teología de la liberación. Carlos Laborde dejó medicina y entró a derecho. Ejerció toda su vida, precisamente en materia laboral, con excelentes resultados. Miguel Romero fue empresario y químico de éxito total. Luis Noriega Devesa se recibió de ingeniero. No lo seguí de cerca pero nos vimos a veces y ejercía cumplidamente su profesión.
Soy el único que sobrevive del grupo. Y en este 12 de diciembre no puedo menos que recordarlos con añoranza y agradecimiento a su amistad, que superó diferencias ideológicas notables. Y también recuerdo con afecto a Ortiz de Zárate Cabrera y Antonio Villada Morales, de quienes hace años que no he tenido noticias y que fueron gratos compañeros y confesantes valientes de su inolvidable chiflido.
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