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México D.F. Jueves 11 de diciembre de 2003

Adolfo Sánchez Rebolledo

PRI: poder y reformas

La crisis actual del PRI es la manifestación brutal de un fenómeno que viene de lejos: la pérdida de cohesión en ausencia del eje presidencial que ordenaba y daba sentido a la coalición de fuerzas disímbolas que coexistían bajo su hegemonía.

El viejo PRI era un instrumento del poder y para el poder, forjado en la dura tarea de construir un Estado sin las perturbaciones cíclicas de las diversas facciones. A ese fin servía una ideología construida a retazos para justificar, justamente, la convivencia de grupos e intereses contrapuestos, pues su verdadera "filosofía", más allá de ciertos principios fundacionales de origen revolucionario o constitucional, era el realismo político: una visión pragmática capaz de ajustarse a las cambiantes situaciones del mundo.

La legitimidad de este arreglo de poder que duró tantas décadas descansaba a su vez en una premisa inexcusable: el compromiso con la promoción del desarrollo social y el fortalecimiento del Estado nacional. Mientras el PRI logró mantener la ilusión de que ésos, y no otros, eran sus objetivos prácticos, no tuvo necesidad de abrir espacios democráticos: el corporativismo aseguraba la docilidad de las masas asalariadas y campesinas y, por supuesto, la adhesión de las vociferantes fuerzas vivas cuyos intereses protegían (y multiplicaban) los gobiernos. Y, además, estaba la fuerza del Estado, pronta a utilizarse contra las disidencias. Pero el pacto cuasi socialdemócrata originario no prosperó, pues la ciudadanía y la democracia eran, en sentido estricto, temas del porvenir, no asuntos propios de un país atrasado, claramente alineado en la guerra fría al lado del mundo libre y volcado a la tarea de lograr el desarrollo capitalista sin abandonar la retórica nacionalista revolucionaria.

Y, cierto, México se transformó profundamente, pero en seguida surgieron nuevos problemas, desajustes y desigualdades, cada vez más insoportables. La modernización del país, a la que bucólicamente aluden empresarios y políticos, tuvo grandes logros, pero no consiguió evitar la terrible dualidad de México, su extrema polarización entre los inmensamente ricos y los que apenas sobreviven sin mayores esperanzas. Los acontecimientos del 68, que estuvieron precedidos por importantes (y reprimidas) expresiones de descontento sindical y campesino, demostraron que el viejo "modelo" ya no funcionaba y se necesitaban cambios de calidad en el funcionamiento de las instituciones. A cuentagotas se abrieron espacios al pluralismo, pero el corporativismo no cedió un ápice. La fórmula era sencilla: libertad (limitada y controlada desde arriba) para los partidos (minoritarios, marginales); cerrazón absoluta ante la democratización de las organizaciones sociales y la sociedad civil.

Si ese esquema a la postre también resultó insuficiente y desbordable se debió al empuje democrático de la sociedad, al parteaguas de 88 y sus secuelas, y no a la inexistente disposición del priísmo a conjugar libertad política con libertad de empresa. Más bien, llegada la hora de rectificar, el presidente De la Madrid primero, Salinas y Zedillo después, optaron por una estrategia inspirada en el liberalismo a ultranza, es decir, por una alternativa que en sus grandes trazos suponía la declinación del Estado-de-la-Revolución, el fin de la economía mixta, el abandono paulatino de la política internacional fundada en la defensa de la soberanía; en otras palabras, el cumplimiento del programa histórico de la reacción mexicana. Mientras el poder se mantuvo prácticamente intacto en manos del PRI muy pocos discutieron la justeza de esa línea, pero en cuanto se hizo patente que la democracia y el programa de reformas no garantizaban la reproducción de la hegemonía del partido oficial la crisis adquirió forma. Y en esas estamos.

La maestra Elba Esther Gordillo se dice la representante de una corriente reformista, cuyo mérito principal, hasta ahora, consiste en empujar para que venza el mismo esquema que trajo la ruina electoral de su partido. A ello la lleva su propia convicción, pero sobre todo el rejuego de poder en su partido, la urgencia de liderar una propuesta dirigida a ganar la confianza de los inversionistas nacionales y extranjeros decepcionados con el manejo foxista de la economía.

Suele olvidarse en el PRI, y fuera de él, que ese partido perdió las elecciones presidenciales debido a los resultados de tal reformismo sobre la situación de una sociedad que lleva décadas sin saber lo que significa el desarrollo económico, que ha visto cambios espectaculares, pero no comprende cómo no se manifiestan positivamente en mejores viviendas y escuelas, en hospitales y salarios suficientes, en la superación real, no declarativa o estadística, de la gran pobreza de millones, convertida en insoportable estigma nacional que nos impide mirar con certidumbre el futuro.

La reforma fiscal que el gobierno y sus aliados priístas impulsan es, en el fondo, un nuevo parche, no una modificación sustantiva como la que hace falta. Eso lo sabe casi todo el mundo, aunque algunos se envuelvan en la bandera del reformismo y la modernización.

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