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México D.F. Jueves 4 de diciembre de 2003

Margo Glantz

Vuillard y Gauguin, en París

En el Grand Palais se presentan dos retrospectivas: Vuillard y Gauguin. La primera, la más importante que se haya consagrado al artista. Curada por Guy Cogeval -ahora director del Museo de Bellas Artes de Montreal-, quien tardó cerca de 10 años investigando para la exposición y cuyo catálogo razonado tiene más de 800 páginas (no lo compré). A mitad de su trabajo le dio cáncer, afortunadamente se ha curado; él me recuerda a esos eruditos que pasaban su vida descifrando palimpsestos y daban fin a su cometido aunque acabaran ciegos.

Cogeval explica que la obra de Edouard Vuillard, muy cotizada al finalizar el XIX y hasta 1938 -año en que se le organizó una retrospectiva en el Louvre-, fue repudiada en su etapa final porque sólo representaba a burgueses adinerados en sus momentos de ocio.

Vuillard pertenecía al grupo formado por Pierre Bonnard, Ker Xavier Roussel, Maurice Denis. Nació en provincia en 1868, de padre militar y madre corsetera (la mujer de Bonnard, Marthe, confeccionaba sombreros). Era pequeño y muy pronto quedó calvo; adicto al teatro, muchas de sus escenografías acompañaron una revolución teatral, la de Aurélien Lugné-Poe, cuyo principal dramaturgo fue Alfred Jarry; Vuillard contribuyó además a introducir en Francia a Ibsen, Strindberg, Maeterlinck. Relacionado con la Revue Blanche, una de las revistas más famosas de finales del siglo XIX, fue amigo de Mallarmé y Satie. Nunca se casó; su madre, decía, era su musa. Se enamoraba de mujeres altas y voluminosas, las esposas de sus mecenas; pertenecían a los círculos de los Natanson, los Berheim, los Hessel, a quienes pinta y les decora sus casas, semejantes a los que describe Proust en En busca del tiempo perdido. A los 32 años ya parece un anciano: calvo, barbudo, enclenque.

Vuillard gustaba de tomar fotos instantáneas y a veces las utilizaba como fondo de sus cuadros; hay varias en la exposición: es interesante, parecería que hoy es mucho más apreciada la fotografía que la pintura, y las viejas fotos tomadas como sin quererlo, por pura curiosidad o espíritu de registro, se convierten en imágenes de colección muy perseguidas y valiosas. Gauguin, 20 años mayor que Vuillard, se llevó a Tahití muchas, entre ellas varias de templos griegos e hindúes, y pintó a los habitantes de las islas en posiciones y actitudes semejantes a las de sus modelos fotográficos.

Cogeval destruye la imagen de un Vuillard intimista, inocente, dulce, apagado; le aplica, en cambio, el epíteto de cruel: lo vuelve a acercar a Proust: ambos pintan el mismo mundo: interiores cuya luz tenue tamiza el dibujo de las paredes, de los muebles, de los tapetes, de las mujeres cuyos cuerpos se pierden entre la tela floreada de los trajes mientras bordan, cerca de los enormes jarrones en los que se desbordan también las flores. Espacios palpitantes, se cuentan historias en voz baja con terribles implicaciones y consecuencias: armonía falsa de un interior burgués, reúne a sus miembros en la sala para enfrentarlos a una violencia contenida que destruye.

Paul Gauguin, nieto de la feminista Flora Tristan, viaja a Perú al año de nacido; su padre muere, víctima de un aneurisma, y Paul junto con su madre regresa a Francia en 1854, a los cinco años. Es oficial de marina y empleado de banca, sucesivamente. Se instala en 1884 en Rouen y pinta de tiempo completo; en 1886 conoce a Van Gogh en París, se une a los impresionistas con quienes exhibe en 1889; en 1890 muere Van Gogh y en 1891 Gauguin se embarca para Tahití; regresa en 1893 y expone en París con su mecenas Durand-Ruel. En 1895 vuelve a embarcar rumbo a Tahití y muere en las islas Marquesas, en 1905, del corazón. En abril de 1903 escribió al crítico de arte Charles Morice: ''La soledad no es aconsejable para todo el mundo, hay que tener gran fuerza para soportarla y actuar". Sus obras, subastadas ese mismo año en París, se exhiben en el Salón de Otoño; en noviembre Ambroise Vollard, otro coleccionista, le organiza una gran exposición.

La del Grand Palais está consagrada a su paso por las islas. La Oceanía mítica de Gauguin, esa tierra donde según él ''bastaba con levantar la mano para encontrar alimentos" se revela como un paraíso artificial. Libre arbitrio y libertad sexual: Gauguin soñaba que en Oceanía su vida sería perfecta, sin obstáculos, artística y socialmente libre. Las burocracias administrativa y clerical de la colonia le abren los ojos y hacen pagar muy caro su utopía de libertad.

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