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México D.F. Viernes 28 de noviembre de 2003
LA MUESTRA
Carlos Bonfil
Dogville
Abnegación sometida al escarnio Estoicismo
vs mezquindad
UN PUEBLO CON una docena de habitantes, apenas
tres calles, y espacios virtuales señalados con tiza blanca sobre
una superficie negra, en donde habrá que imaginar, por la mera silueta
y el nombre escrito, objetos y animales, árboles, plantas, un perro.
Dogville, pueblo perdido en las Montañas Rocallosas de Colorado,
bien cabe completo en un escenario teatral o en un depósito industrial
abandonado. Un pueblo brechtiano, como Mahagonny.
EL
AÑO ES 1929, durante la Gran Depresión. A ese lugar llega
Grace (Nicole Kidman), huyendo de un grupo de gángsters. Gracias
a la intervención del escritor Tom Edison (Paul Bettany), la joven
consigue negociar su estancia en Dogville a cambio de sus servicios domésticos
a la población. La entrega de la joven es intachable, no así
la fidelidad de los habitantes, quienes cada vez más temerosos de
lo desconocido, muestran, detrás de la hospitalidad endeble, un
ánimo feroz y una mezquindad infinita.
LA PROPUESTA ESCENICA del realizador danés
Lars von Trier (La celebración, Bailando en la oscuridad)
es fascinante. En los créditos iniciales, y en diversas ocasiones,
al poblado de Dogville lo captura la cámara verticalmente, como
si fuera un tablero de juego, una mesa de billar o una rayuela. La mirada
acompaña la caída de la nieve o la invasión del heno
sobre la ciudad tranquila, y el relato, tan semejante a una parábola
navideña o a una variante del clásico Cenicienta,
se vuelve paulatinamente una historia de crueldad buñueliana, donde
la abnegación de Grace, nueva Viridiana, se ve sometida al escarnio
de una población envilecida. La mirada del realizador es inclemente
y confirma la sentencia pascaliana: ''El hombre es un ser lleno de miserias",
condenado para siempre, tan enemigo de su prójimo como de sí
mismo.
EN LA INTENCION de Von Trier, Dogville es
la primera parte de una trilogía consagrada a Estados Unidos. No
precisa el autor si pretende en el proyecto alguna sucesión cronológica
o un estilo cada vez distinto de representación escénica,
o un conjunto diferente de actores. Por lo pronto, el reparto es estupendo:
Lauren Bacall y Ben Gazzara ofrecen imágenes memorables de perfidia;
James Caan y Stellan Skarsgard ocupan breve y vigorosamente la pantalla,
en tanto Harriet Andersson y Chloé Savigny martirizan con saña
a Grace, ese objeto de todas las desdichas, ese blanco de todos los chantajes,
que interpreta una Kidman de mirada perdida y determinación tan
súbita como demoledora. La propuesta temática remite naturalmente
a otro filme del director, Rompiendo las olas (Breaking the waves),
en el que Emily Watson soportaba también con estoicismo la rabia
de una muchedumbre.
MEZQUINDAD, LA ACTITUD oportunista de Tom, el enamorado
de Grace, mediador entre ella y una población hostil, atento más
a sus propios intereses que a una exigencia de lealtad. Mezquindad, la
forma en que una mujer inflige dolor a Grace rompiendo, una a una, sus
figurillas de porcelana, su lazo simbólico con el poblado. El personaje
de Tom es un retrato certero de la cobardía. Tom, el mediocre enamorado,
es portavoz e instrumento de la malevolencia colectiva. Un elegante narrador
refiere los sucesos en nueve cuadros, a lo largo de tres horas, y una formidable
vuelta de tuerca reconfigura el relato y lo desquicia. Un placer para los
seguidores del fundador del manifiesto Dogma (vuelto aquí panfleto
brechtiano). Un curso magistral de dirección artística.
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