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México D.F. Viernes 31 de octubre de 2003

Gustavo Iruegas

Reclamos de largo aliento

En 1889 se celebró la primera de 10 conferencias interamericanas, pero fue en la quinta, en Santiago de Chile, en 1923, que los derechos de la mujer se convirtieron en tema de la diplomacia regional americana, quizá como un último reflejo del más injusto y complejo de nuestros problemas sociales, aunque tan sólo sea porque en él tienen lugar todos los demás.

La quinta conferencia resolvió "recomendar al Consejo Directivo de la Unión Panamericana que incluya en el programa de las futuras conferencias el estudio de los medios de abolir las incapacidades constitucionales y legales en razón del sexo, a fin de que, en su oportunidad, y mediante el desarrollo de las capacidades necesarias para asumir las responsabilidades del caso, se obtengan para la mujer americana los mismos derechos civiles y políticos de que hoy disfrutan los hombres".

Lenta y penosamente el tema de los derechos de la mujer se fue abriendo camino en la agenda internacional. Las asociaciones de mujeres -no se llamaban ni ONG ni sociedad civil- de diversos países americanos pidieron ser escuchadas por los plenipotenciarios enviados a la sexta Conferencia Inter-nacional Americana reunida en La Habana, ya en 1928. Fueron "recibidas en audiencia", y a consecuencia de su gestión la conferencia resolvió crear la Comisión Interamericana de Mujeres (CIM), "encargada de preparar la información jurídica y de cualquier otra naturaleza que pueda considerar conveniente para que la séptima Conferencia Internacional Americana pueda abordar el estudio de la igualdad civil y política de la mujer en el continente". Cinco años después, en 1933, la séptima conferencia resolvió -en un arranque de generosidad- dar "un voto de caluroso aplauso y profundo reconocimiento a la CIM por el esforzado y notable trabajo que ha desenvuelto hasta la fecha en pro de los ideales que sustenta" y (que) "debe proseguir sus estudios a fin de que la próxima conferencia pueda contar con proyectos que permitan llevar a la práctica, en las diversas legislaciones, el principio de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres..." Además, se tomó la tajante resolución de: "Recomendar a los gobiernos de las repúblicas de América que procuren, dentro de lo posible, y en las más cómodas circunstancias para la situación peculiar de cada una de ellas, establecer la mayor igualdad entre hombres y mujeres en todo lo que se refiera a la posesión, goce y ejercicio de los derechos civiles y políticos". Audaces como eran, los plenipotenciarios de la séptima fueron aún más lejos. Firmaron una Convención Sobre Nacionalidad de la Mujer que en su único artículo sustantivo dice: "No se hará distinción alguna, basada en el sexo, en materia de nacionalidad, ni en la legislación ni en la práctica". El gobierno de México firmó, pero aclarando que "se reserva el derecho de no aplicar la presente convención en aquellos casos que están en oposición con el artículo 20 de la Ley de Nacionalidad y Naturalización, la cual establece que la mujer extranjera que se case con mexicano queda naturalizada por virtud de la ley, siempre que tenga o establezca su domicilio dentro del territorio nacional".

Otro quinquenio y la octava Conferencia Interamericana -Lima, 1938- volvió a aplaudir a la CIM, esta vez por sus 10 años de labor en la recopilación de datos relativos a los derechos civiles y políticos de la mujer. También le encargó el estudio permanente de todos los problemas que conciernan a la mujer americana y le concedió carácter consultivo. Igualmente emitió una declaración en el sentido de que "la mujer tiene derecho a igual tratamiento político que el hombre, a gozar de igualdad en el orden civil, a las más amplias oportunidades y protección en el trabajo, y al más amplio amparo como madre".

Durante el tiempo de la Segunda Guerra Mundial fueron diferidas las conferencias interamericanas pero, cuando en 1945 se celebró en Chapultepec la Conferencia Interamericana sobre Problemas de la Guerra y de la Paz, solamente en ocho países latinoamericanos se habían acordado -se evitaba cuidadosamente el verbo conceder- los derechos políticos a la mujer: Ecuador, el primero, lo hizo en 1929. Le siguieron Brasil, Uruguay, Cuba, El Salvador, la República Dominicana, Panamá y Guatemala. En algunos otros países existía para ellas el sufragio municipal, y en Argentina, Venezuela y México solamente en algunas provincias o estados.

La Conferencia de Chapultepec emitió también una resolución en la que recomendaba: "Que, dentro de las condiciones peculiares de sus países respectivos, los gobiernos de las repúblicas americanas adapten sus sistemas de legislación al propósito de hacer efectiva la Declaración de la Octava Conferencia Internacional Americana a fin de suprimir discriminaciones que aún puedan existir por razón de sexo, y que afectan la prosperidad y engrandecimiento intelectual, social y político de las naciones del continente".

Ocho años más debieron transcurrir antes de que la mujer mexicana pudiera ejercer sus derechos políticos. México, el único país americano que había pasado por un proceso revolucionario, dejó transcurrir ocho años más antes de acordar el voto femenino.

Ya en el siglo XXI podemos decir que las cosas han mejorado, pero muy poco. Los mexicanos, los hombres y las mujeres, celebramos ahora que desde 1953 nuestro país convirtió en positivo el derecho inmanente de las mujeres a votar y a ser votadas, pero estamos muy lejos aún de que la igualdad de género sea la regla en nuestra convivencia social. Aun cuando los derechos sean formalmente los mismos, todavía hay un sinnúmero de casos y situaciones en los que, en la realidad de la vida, las mujeres se ven en desventaja. Desde la aberrante y bárbara reiteración de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez hasta la absurda marginación de los patrones de belleza, las mujeres de México tienen que continuar su viejo reclamo por ocupar en plenitud el lugar que les corresponde en la sociedad. Deben seguir peleando.

PS. En su propio medio, las diplomáticas mexicanas deben pagar un precio especial en su vida familiar y social del que sus colegas masculinos están exentos. Su mérito no es reconocido. Mis respetos, señoras.

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