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México D.F. Sábado 13 de septiembre de 2003

Ilán Semo

El segundo mundo

La estadística que refiere con mayor intensidad el itinerario de la geografía social de los países occidentales en el siglo XX es, acaso, la extinción del mundo rural. Los números de esa demografía hablan de una inflexión de proporciones apenas concebibles. Digamos, por ejemplo, que por primera vez en la historia del hombre, la mayor parte de una porción de la humanidad -la que corresponde a las naciones industrializadas- dejó de vivir en y para el campo. Los demógrafos verían en la imprecisión cuantitativa de "la mayor parte" un justificado eufemismo. Si se considera que en las sociedades occidentales (al igual que en Japón) no más de 3 por ciento de la población se dedica a las actividades agrícolas, se puede afirmar que ahí la civilización rural ha cesado de existir (al menos, numéricamente). Al uso indiscriminado de los números se le suele atribuir, no sin cierta razón, la crueldad de velar u ocultar las redes de la vida. Pero lo cierto es que en el siglo XXI también las redes de la vida urbana moderna o posmoderna han cortado todos sus vínculos materiales y afectivos con la cultura y la cosmovisión de la sociedad rural. Todavía en el siglo XIX, ciudades como Boston, París y Londres vivían bajo los ciclos, los imaginarios y los gustos de una cultura que apenas estaba descubriendo los horrores de la industrialización y la urbanización. En 2003 ninguna de esas ciudades guarda el mínimo vestigio de ese mundo rural ya perdido. Y tal vez los rebeldes de la Comuna de París en 1872, en quienes Marx y Bakunin creyeron ver a los proletarios del futuro, no eran más que los últimos campesinos del ocaso de la civilización agraria.

La paradoja actual de esa marginalidad que representan actualmente los productores agrícolas de las naciones centrales reside acaso en la distancia que separa a su demografía de su economía. Ese 3 por ciento de agricultores (una cifra microscópica si se le inserta en el número total de productores agrícolas del mundo), armado hasta los dientes con las tecnologías más actuales, produce aproximadamente 35 por ciento de las frutas y comestibles que circulan en el mundo. El granero global se encuentra no en los países rurales, ni en los que se hallan en "vías de desarrollo", sino en los contados centros de la industria y el comercio. Esta paradoja deja de serlo si se consideran los cambios biotecnológicos por los que ha transitado la producción agrícola en las últimas décadas.

Hace más de un siglo, las teorías comunes sobre el comercio internacional dictaban que el intercambio mundial de mercancías estaba regido por un orden de "ventajas comparativas". Sólo las regiones cálidas eran propicias para el cultivo de la piña, el plátano y el henequén. El hemisferio sur podía, durante el invierno del hemisferio norte, dedicarse a cosechar los frutos de la tierra que escaseaban en el segundo. El sistema ecológico (tierra, agua, temperatura) de la cuenca del Mississippi no tenía equivalente en el mundo para la producción de algodón. Y así sucesivamente. Hoy todo eso es historia. Las piñas se producen en Texas, las flores tropicales en los silos cibernéticos de Holanda y el maíz en los confines polares de Canadá. La biotecnología ha terminado por abolir ese mundo escindido en "ventajas comparativas". La agricultura (a gran escala) se ha transformado en otro género industrial.

La segunda novedad que domina al comercio mundial es que los países periféricos se han transformado gradualmente en productores y exportadores de bienes manufacturados. En 1980, según informa el Banco Mundial, el ingreso por concepto de exportaciones en manufacturas de las naciones en vías de desarrollo sólo representaba 20 por ciento del total de sus exportaciones; en 2002, esa cifra ascendió a 80 por ciento. Actualmente, 85 naciones de las 140 que componen el mundo no desarrollado son importadoras netas de productos agrícolas. Las razones de esta nueva geografía económica son bastante obvias. Desde hace tres décadas, las economías centrales han salido masivamente en busca de salarios más bajos, y los países periféricos no han tenido otro remedio que buscar sus ingresos en las exportaciones de manufacturas (que en su mayoría obedecen a esquemas parecidos a las maquiladoras). En el nacimiento del siglo XXI, las economías centrales exportan productos agrícolas, y las periféricas, mercancías manufacturadas.

Esta es una de las realidades, digamos, materiales que enfrentan las negociaciones en la Organización Mundial de Comercio (OMC) hoy. La otra realidad, que no aparece en las estadísticas ni en los discursos oficiales ni en la justificada ira de los globalifóbicos, es la emergencia de una franja de países cuyas economías no pertenecen a las dimensiones del centro pero que tampoco pueden ser catalogadas simplemente como periféricas. Se trata de economías que juegan un papel decisivo para el primer mundo, y que podrían definirse como ese disímbolo conglomerado de países que conforman (para emplear un término sin aspiración alguna) el segundo mundo.

La retórica que dividía a la economía mundial en diversos "mundos" surgió durante los años 50, durante la consolidación de la guerra fría y la formación de dos bloques que se disputaban la hegemonía política e ideológica. El primer mundo se reducía a las naciones de Europa Occidental, Estados Unidos, Canadá, Australia y, a partir de los 70, Japón. Había después otro mundo, al que nunca se le llamó el segundo mundo, las áreas del socialismo real, acaso porque representaban una suerte de otro planeta, un mundo que nunca se integró a la economía mundial. Por último, seguía el tercer mundo, que eran todos los demás países, dotados de economías raquíticas y sueños políticos frecuentemente radicales.

La disolución del socialismo real en Europa y la apertura de China trajeron consigo una geoeconomía radicalmente nueva, porque marcaron la expansión del mercado global -capitalista- hacia áreas donde jamás había llegado.

Con ello, la franja de países que conforman la periferia más rentable e inmediata del primer mundo ha crecido súbitamente, una periferia que dista mucho de las condiciones que imperan en el tercer mundo. Menciono algunos de ellos:

En América Latina: México, Chile, Argentina, Brasil.

En Africa: Sudáfrica.

En Medio Oriente: Turquía.

En Asia: China, los tigres asiáticos, Indonesia, ƑIndia?

En Europa: Rusia, los países del antiguo bloque soviético, Grecia, Serbia y Eslovenia.

ƑQué es lo que tienen en común los países del segundo mundo?

Con excepción de las estadísticas básicas, aparentemente nada. Cada uno busca por sí solo la manera (hasta ahora infructuosa) de colarse en el primer mundo, y ningún solidarismo será capaz de acabar con las distancias de ese manifiesto archipiélago. Aquello que los asemeja es precisamente lo que los separa: la negociación por separado de condiciones preferenciales para sus propias economías. Para datar este escepticismo, basta con ver la distancia que separa a México, Brasil y China en esa isla de monólogos llamada OMC.

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