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México D.F. Sábado 6 de septiembre de 2003

Líder contrarrevolucionario los llama héroes; viajó de EU a Panamá para apoyarlos

Ancianos anticastristas mantienen su compromiso con el terrorismo

La pena máxima sería de seis años de prisión por el complot contra el presidente cubano

BLANCHE PETRICH ENVIADA

Panama, 5 de septiembre. Esos hombres que durante tres días se aburrieron oyendo la lectura interminable de las indagatorias sobre el último de sus atentados fallidos podrían haber terminado sus días impunes y jubilados, con las pantuflas puestas. ¿Pero acaso hay retiro para una vida dedicada al terrorismo?

Luis Posada Carriles, a sus 75 años, luce frágil y decrépito, pese a los finos trajes de lino crudo con los que se presentó a las sesiones de la audiencia preliminar en el tribunal marítimo. Su cara, casi desconocida, ya que por décadas evitó ser retratado, como todo conspirador profesional, ahora se exhibe sin remedio, con sus ojos -que alguna vez fueron verdes- hundidos y apagados, el cabello totalmente blanco y la nariz carcomida, se dice, por un cáncer de piel. Constantemente mueve la mandíbula que en 1981 fue fracturada por una bala, durante un atentado en el que perdió parte de la lengua, en 1980, en Guatemala.

Gaspar Jiménez Escobedo, de 67 años, se ve aún más acabado, con un tono terroso en la piel, dormitando a ratos, ajeno a lo que sucede frente al juez. Guillermo Novo Sampol, de 62 años, parece más fuerte y correoso. Parece enfrentar el trance como un trámite más en su violenta y accidentada vida. Para ninguno de ellos es nueva la experiencia de ser juzgados y presos. Entre otros, la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) y la Procuraduría General de la República han aportado al expediente numerosas fojas con el historial delictivo de estos personajes.

Quizás el empresario César Matamoros Chacón, quien aportó la logística al plan para asesinar a Fidel, sea el más mortificado de los cinco, pero tampoco carece de antecedentes penales: aquí en Panamá ya había sido acusado de narcotráfico.

Terroristas de la tercera edad

En la sala del tribunal marítimo, durante las indagatorias y presentaciones de los abogados querellantes, los defensores y el fiscal se suceden los pequeños detalles que revelan la historia de una célula de terroristas que al entrar en acción la última vez, en noviembre de 2000, no estaban, ni mucho menos, en plena forma.

En las diligencias se relatan sus movimientos durante los días previos a la llegada del presidente Castro a esta ciudad, quien apenas al aterrizar sorprendió al mundo denunciando con todo detalle un complot en el que Posada y sus cómplices intentarían, una vez más en la historia, matarlo a cualquier precio. Esta vez el precio incluía volar con un potente explosivo el paraninfo de la Universidad Nacional, donde la noche del 18 habría un encuentro con los sectores populares. Se esperaban decenas de miles en el lugar.

En su denuncia, Castro ofreció inclusive los apodos y los números de habitaciones de hotel de los presuntos terroristas, por lo que la policía panameña ya no pudo evitar actuar para detenerlos. En la lectura de los expedientes aparecen numerosas referencias a las actividades de la célula en los días previos al fallido atentado, y a las fatigas de saboteadores -que cada tarde tenían que hacer una pausa para la siesta-, a sus frecuentes paradas en las farmacias, a sus taquicardias y demás achaques.

"Es verdad -reconoce un contemporáneo suyo que ha venido desde Miami a apoyarlos moralmente durante el juicio, Osiel González, miembro de la directiva de la organización contrarrevolucionaria Alfa 6-, físicamente ya no estamos en condiciones para esos trotes. Pero nuestro compromiso sigue siendo el mismo."

Osiel reconoce que estos "héroes" han sido olvidados y arrinconados en el Miami de los cabilderos, donde domina la influencia de la Fundación Nacional Cubano-Americana (FNCA), recalcitrante y de línea dura pero "discreta" a la hora de recurrir a los métodos terroristas. Más a la derecha, más recalcitrantes aún y sin empacho de proclamar la vía violenta como única posibilidad de enfrentar a Castro, están los seguidores de Posada Carriles.

Durante décadas estos grupos fueron agentes orgánicos de la Agencia Central de Inteligencia, empleados del gobierno estadunidense y encubiertos por Washington. Pero con el tiempo esos métodos dejaron quizá de ser útiles a los objetivos aún vigentes de Estados Unidos de derrocar al gobierno de La Habana. Y finalmente los expedientes que acumuló por décadas la FBI, con registros de asesinatos y sabotajes en el propio territorio estadunidense, así como en Canadá, México, Venezuela y Cuba, terminaron por ser desclasificados.

Miami se avergüenza de sus viejos soldados

Posada Carriles, por ejemplo, carga con el imborrable estigma de la voladura de un avión de Cubana de Aviación en 1973, en Barbados. Murieron 73 personas, entre ellos 17 adolescentes que integraban el equipo olímpico de esgrima de Cuba. Juzgado en Venezuela por ese delito, fue absuelto
en primera instancia por un consejo militar. Pero durante la apelación del fallo absolutorio huyó. No viaja a Estados Unidos desde hace años a pesar de que ahí viven sus hijos y nietos. Quizás en 1996 haya sido su último ingreso, con pasaporte falso.

Radica en El Salvador y porta pasaporte del mismo país, donde sirvió como asesor del presidente José Napoleón Duarte en los peores años de la guerra civil, cuando los escuadrones de la muerte trabajaban a marchas forzadas sembrando cada amanecer decenas de cadáveres a las orillas de los caminos. El actual mandatario, Francisco Flores, heredero del discurso anticastrista más trasnochado, ha tratado de protegerlo por todos los medios a su alcance.

Tal vez por eso los medios salvadoreños han sido los consentidos de Posada a partir de que decidió exhibirse sin medida en entrevistas, desde su cómodo sitio de reclusión, en el penal El Renacer, donde, a falta de lengua, Pedro Remón se ha convertido en su voz, hilando elocuentes discursos sobre la democracia y la lucha de liberación en Cuba.

Contemplados ahí, sentados en una hilera de sillas incómodas, pudiendo enfrentar una pena que no será de más de seis años de prisión, es inevitable preguntarse por qué estos ancianos decidieron intentar, una vez más, lo que en 40 años no lograron: matar a Castro.

A principios de los años 90, Posada Carriles, bon vivant acostumbrado al daiquirí del mediodía y a los restoranes de lujo -según relata en su libro autobiográfico La senda del guerrero-, vivía arrinconado y con penurias económicas. Después del atentado de 1981, en Guatemala, requirió una serie de intervenciones quirúrgicas que pagaban desde Miami las organizaciones cubano-estadunidenses. Pero el dinero no fluía como en los viejos tiempos. Peor aún, Miami se avergonzaba de su viejo soldado y más bien se le asociaba con el término terrorista.

Quizá por eso decidió reactivar en 1997 su red de saboteadores. Ese año, un grupo de guatemaltecos y salvadoreños ingresaron en Cuba e hicieron estallar varias bombas en objetivos turísticos. Un italiano murió. Orgulloso, Posada reivindicó la acción. Pero la moda en Miami era otra: los cabilderos detentaban ya altos cargos en el Congreso y el terrorismo se encubría, no se cacareaba.

Entonces Posada habló. En décadas no había concedido ninguna entrevista. Eligió a The New York Times para narrar en primera persona su trayectoria delictiva. Entre otras cosas, aseguró que por décadas la FNCA financió sus actividades.

"Jorge (Mas Canosa, capo de la poderosa fundación) controlaba todo", dijo. "Cada vez que necesitaba dinero, Jorge me enviaba los 5 mil, los 10 mil dólares. 'Para tu iglesia', me mandaba decir." Y el viejo, dicen los entrevistadores, se reía.

La afirmación fue un pinchazo incómodo en Miami. Posada podía causar grave prejuicio para los descendientes de Mas y para el propio gobierno estadunidense, si contaba todo lo que sabía. Entre otros capítulos comprometedores, Posada había sido el operador del tráfico de cocaína entre Colombia y Florida auspiciado directamente por el Pentágono, en la figura del entonces teniente Oliver North, cuando la administración Reagan se había empeñado en derrocar al gobierno sandinista de Nicaragua y las operaciones terroristas de la contra eran financiadas con ese dinero del narcotráfico. El flujo de dinero para su célula terrorista se restableció después de la entrevista con el Times. Además, publicó su libro, La senda del guerrero.

Eso fue en 1998. En 2000 las viejas células de saboteadores cubanos ya estaban de nuevo en acción. En torno al nuevo plan de Posada se congregaron los gatilleros de otras décadas, Novo Sampol (asesinato del chileno Orlando Letelier) y Jiménez Escobedo (homicidio de un diplomático cubano en Yucatán). Seguramente había más involucrados, pero no cayó toda la red en Panamá. Auxiliando a sus ancianos colegas se unió al núcleo el violento Pedro Remón Rodríguez, sentenciado por homicidio dos veces en Estados Unidos.

Pero evidentemente los hombres de Posada no estaban en plena forma y la operación fracasó. Por eso hoy enfrentan juicio, desfilando con frecuencia, con sus custodios, rumbo al baño. Porque con la edad, esas sesiones se hacen largas y tediosas, aunque ahí esté en juego su impunidad.

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