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México D.F. Sábado 6 de septiembre de 2003

Paco Ignacio Taibo II

Lejos de Dios y cerca de los gringos

A los 15 años, junto con mi amigo Antonio Garst, hicimos una expedición nocturna para meter en los jardines de la embajada estadunidense una bandera cubana; el asunto, a pesar de nuestro pánico, salió bien. Fue el primer acto político de mi vida.

Meses más tarde participé en una manifestación contra los bombardeos estadunidenses a Vietnam y los granaderos mexicanos me rompieron una ceja enfrente del cine Roxi, en San Cosme. Fue mi primera herida, tres centímetros en arco encima del ojo izquierdo.

Cuando tenía 11 años mi tío abuelo dejó tres libros sobre el buró cercano a mi cama. Para entonces había leído las obras completas de Salgari, Julio Verne, Karl May, Dumas, Zevaco y todo Conan Doyle. Tío pensaba que había llegado el momento de la transición. Los libros, depositados silenciosamente, sin esperar comentarios, no imponiendo, eran tres novelas, accidentalmente, curiosamente, de autores estadunidenses: El viejo y el mar, de Hemingway, Crónicas marcianas, de Bradbury, y Espartaco, de Howard Fast. Las leí obsesivamente, incluso creo que me enfermé para seguir leyendo y que la escuela no estorbase el progreso de mi educación. Significaron el final de la adolescencia y el tránsito al mundo adulto de la lectura.

La primera vez que bailé en una fiesta al fin de la primaria, lo hice al ritmo de Elvis Presley.

En 1969 por iniciativa de René Cabrera publiqué en los cuadernos de la Escuela Nacional de Antropología e Historia mi primer trabajo, era una antología de poesía negra estadunidense.

O sea que en materia de asuntos iniciáticos, los gringos estaban ocupando, para bien y para mal. un enorme espacio en mi vida.

¿Cómo resolvía entonces la supuesta contradicción entre el imperio, la gran fuerza suprema del mal presente en nuestras vidas a la distancia, y sus doradas manzanas?

Una parte de la izquierda neanderthal, que se había pasado de rosca a fuerza de leer los libros de cocina de la mamá de Stalin, trató de resolver la contradicción ignorándola y decretando el boicot a todo lo gringo, diciendo que el rock era el nuevo opio del pueblo, los levis moda decadente burquesa, los hotdogs un insulto a los tacos, y la cocacola sangre de vietnamita.

Con mi generación se la pelaron. Eramos antimperialistas, pero no pendejos.

Y nosotros, entonces, ¿qué hicimos? Por un lado nacionalizamos todo lo que pudimos: la guitarra de Carlos Santana era de Autlán, Jalisco; John Dos Passos era un portugués (eso es Iberia, ¿no?) pasado por Ellis Island; Anthony Quinn había nacido en Chihuahua y, si me apuran un poco, Tony Hillerman era de Nuevo México, que todo el mundo sabe que era territorio mexicano antes de la guerra del 47.

Por otro lado escindimos ideológicamente: Hemingway también había estado en las listas de la FBI y a Fast lo habían perseguido y casi lo matan de hambre y Dylan estaba contra la guerra de Vietnam, y Robert Redford hacía de inocente analista de la CIA perseguido por una CIA hiperculera.

Y por último, básicamente decretamos que la contradicción no existía. No podíamos coexistir amablemente con el imperio, pero podíamos tener amigos estadunidenses como el dinosaurio Barney, Scott Fitzgerald, los cómics de Miller, Jane Fonda, ET y Oliver Stone.

Al paso de los años incluso llegué a perfilar la teoría de que contra las fuerzas más ingratas de nuestro planeta podíamos gestar una alianza de la izquierda del Tercer Mundo con Hollywood. Contra el fundamentalismo del FIS argelino (asesino de campesinos e intelectuales, arrojador de ácido a una mujer que se ponía minifalda); el guante de Rita Hayworth en Gilda, contra el cura de Pachuca exorcizador de pokemones; Jane Fonda en Barbarella contra el caballero Berlusconi, ofrecer una copia gratis a todos los adultos italianos en edad de votar del Espartaco de Kubrick.

Quizá por eso cuando en la pasada guerra contra Irak algunos compañeros me propusieron que firmara un documento pidiendo el boicot a todos los productos estadunidenses, me negué exigiendo una lista matizada: boicot a las empresas que inocentemente fabrican pinturas en México y colaboran en Estados Unidos con la industria armamentista, pero nada de boicotear las novelas de Faulkner.

Al paso de más años, participando en un encuentro en la feria del libro de Los Angeles con la gente de The Nation, le oí al documentalista Saul Landau la definición de la contradicción americana, que se parecía bastante al imperio y la república. Decía, que mientras la república había conseguido en este último siglo avances significativos en los derechos individuales, la igualdad de la mujer, el derecho a la diferencia sexual, la libertad de expresión, el control del consumo; el imperio en paralelo y en nombre de la república había organizado guerras, destruido economías, apoyado dictaduras de asesinos a lo largo y ancho del planeta.

Y no sé si venga a cuento, pero en estas últimas semanas no puedo quitarme de la cabeza que las adolescentes suicidas por no haber podido entrar a la Universidad Nacional Autónoma de México vieron firmada su sentencia de muerte por un anónimo alto funcionario del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional, que le ordenó a Fox: "Bájale en educación tus presupuestos".

Viene todo esto a cuento de la reunión de Cancún. Y a la urgente necesidad de buscar una alianza con la república estadunidense para combatir el imperio.

Habría que repensar desde lo más concreto nuestras relaciones comerciales con el imperio, y desde la simple perspectiva de un ciudadano de a pie ignorante de las leyes económicas (que incluso piensa que el tianguis con productos de contrabando taiwaneses democratiza el consumo), preguntarnos qué tiene de bueno, moderno o democrático que controlen 98 por ciento de la distribución cinematográfica en México, que se hayan rechingado con competencias bastante desleales algo tan mexicano como el escarabajo VW manufacturado en Puebla, que se hayan acabado los platos del Anfora, las ollas de la Vasconia a los mexicanísimos plumines Wereaver y eso sin hablar de la condena a muerte de los maiceros mexicanos.

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