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México D.F. Sábado 6 de septiembre de 2003
DESFILADERO
Jaime Avilés
Peligra la última obra de Rulfo
Un edil amenaza la dacha del maestro jalisciense
PORQUE JUAN RULFO es con mucho el mayor escritor
mexicano del siglo XX, y porque lo sabe y lo siente nuestro -patrimonio
cultural y espiritual de sus lectores-, La Jornada ha decidido celebrar
a lo grande el cumpleaños número 50 de El llano en llamas,
joya de nuestras letras que el 18 de septiembre alcanzará esa edad.
Con este propósito, el próximo 10 de octubre, durante la
inauguración de la Feria del Libro del Zócalo, este diario
lanzará a la venta, para que sea colgada en todos los puestos de
periódicos del país, una edición especial de los 17
cuentos completos que forman esa obra imperecedera.
Será por su formato y diseño un libro sorprendente
y atesorable. Vendrá impreso en papel periódico al tamaño
exacto de La Jornada, y cada ejemplar, que tendrá un precio
de 10 pesos, apelará a la solidaridad de la persona que lo adquiera,
porque de ésta, y de nadie más, dependerá que el indefenso
volumen resista la implacable agresión del tiempo.
Al resolver que el El llano en llamas sea reproducido
masivamente y colocado en la red de distribución de impresos más
amplia que existe en México, la dirección de La Jornada,
por mandato de Carmen Lira, da una muestra de encomiable voluntad política
para hacer frente, desde las modestas posibilidades de esta casa editorial,
al terrible déficit de lectura que padecemos los habitantes de estas
tierras.
Son cifras monstruosas que exigen una respuesta de largo
aliento, pero que sólo serán contrarrestadas en la medida
en que se reformen las políticas económicas, educativas,
de alimentación, vivienda y salud, para que superemos esta etapa
histórica que nos caracteriza como un pueblo audiovisual, dependiente
de los recursos electrónicos y divorciado, como lo advirtió
recientemente José Emilio Pacheco, del mundo de las ideas.
Donde tienen escudos
Hace
unos días, cuando esta columna se enteró del experimento
que pronto se pondrá en marcha, acudió a la Fundación
Juan Rulfo, en la colonia Guadalupe Inn de esta noble ciudad, para tratar
de recoger alguna opinión al respecto, pero se topó en cambio
con una noticia pésima. Chimalhuacán Chalco, el pequeño
y hermoso pueblo del estado de México donde el maestro Rulfo construyó
su casa de campo, se encuentra seriamente amenazado por los apetitos del
"progreso" en la peor de sus concepciones. Pero comencemos por el principio.
La palabra Chimalhuacán proviene de tres voces
nahuas: chimalli (escudo), hua (lugar) y can (sufijo que indica posesión),
por lo que podría traducirse como "lugar donde tienen escudos".
Para el historiador Ignacio Guzmán Betancourt, quien proporcionó
esta etimología, los mexicas tenían la costumbre de repetir
los nombres de las poblaciones que dominaban.
Por ello, junto al famoso municipio de San Salvador Atenco
se erige otro Chimalhuacán, y para distinguir entre ambos las autoridades
religiosas virreinales llamaron a éste Chimalhuacán Atenco
o Atoyac (que se transformaría en San Andrés Chimalhuacán),
mientras, curiosamente, el sitio que nos ocupa no evolucionó de
Chimalhuacán Chalco a San Vicente Chimalhuacán, pese a que
allí fue levantado, a principios del siglo XVII, el monasterio dominico
de San Vicente Ferrer, donde en 1648 o 1641 (no hay pleno acuerdo al respecto),
fue bautizada Sor Juana Inés de la Cruz.
Olvidados de la antigua nomenclatura, los actuales moradores
de Chimalhuacán Chalco se refieren a su pueblo simplemente como
Chímal, y afecto como era desde joven a las excursiones campestres
y al montañismo, un sábado impreciso de los años 60,
en compañía de su amigo el cineasta Rubén Gámez,
Juan Rulfo empuñó el volante de su automóvil y se
fue de paseo con ganas de explorar las colinas que se multiplicaban detrás
de Xochimilco. Ese era, y sigue siendo, un paisaje extraordinario, cuajado
de milpas repletas de quelites, chayotes y otras hierbas alimenticias,
y pintado en verdes suaves y ondulantes de anchas praderas de trigo y avena,
donde además abundan las flores de cultivo y proliferan los apicultores.
Nadie que vaya y vea exagerará si dice que se trata
de una belleza imponente de la que todavía se puede gozar. Rulfo
y Gámez se enamoraron de la región y volvieron muchas veces.
En 1969 compraron un terreno en Chímal, a cuatro manzanas
del monasterio de San Vicente y a tres de una frondosa huerta dominada
por un mazo de corpulentos cedros de brazos tristes y pachones de heno.
Eran grandes camaradas los dos artistas y convinieron en construirse con
el tiempo sendas casitas para descansar. Sin embargo, inquieto como era,
Gámez renunció a la idea, vendió su parte a nuestro
altísimo poeta y se consiguió otro predio más allá
de los alrededores.
Durante varios años -cuenta Juan Francisco Rulfo
Aparicio, primer hijo varón del maestro- "íbamos cada fin
de semana religiosamente, y cuando no íbamos nos sentíamos
mal, sobre todo por los chuchos (perros). Llegábamos los
sábados y mi papá enseguida sacaba el carbón, colocaba
la parrilla y echaba la carne. Ahí nos quedábamos hasta que
se metía el sol y regresábamos a México". La única
noche que se animaron a dormir a cielo abierto, al calor de la fogata,
se murieron de frío.
En 1972, cuando las regalías de su breve pero gigantesca
obra se lo permitieron, Rulfo contrató al arquitecto Víctor
Jiménez, y en una esquina del perímetro que da al camino
real que va a la villa de Atlautla, se hizo una casa de cuatro recámaras
sobre una plataforma de cemento diseñada originalmente por Gámez.
Pero si antes de tener techo los Rulfo no dejaban de ir a Chímal,
ahora que ya había donde guarecerse se desataron.
Cada miembro de la familia -doña Clara Aparicio,
la amorosa compañera de todos, y sus cuatro hijos: Claudia, la pediatra;
Juan Francisco, el ingeniero en sistemas; Juan Pablo, el artista plástico,
y Juan Carlos, el cineasta- escogió su pedacito de tierra para sembrar
las semillas y los injertos de su preferencia, mientras el autor de El
llano en llamas plantaba árboles de aguacate, pera, limón,
almendra, durazno y piñones, y organizaba un gallinero que en su
mejor momento albergó más de 300 hembras rhode island
y no pocos guajolotes.
"A mi papá le gustaba regresar a México
con los productos de su granja y se iba con sus canastas a venderle huevos
frescos a Albita y Vicente Rojo y a José Luis Cuevas", recuerda
Juan Francisco. "Dejamos de criar gallinas porque se morían mucho,
sobre todo por el estrés. Cada vez que tocaba vacunarlas, amanecían
muertas tres o cuatro. Luego no sé qué pasó, pero
aunque no dejaban de poner, ya no se echaban a tapar los huevos, y entonces
mi papá se los metía de contrabando a las guajolotas. Había
una en especial que se aficionó tanto a esta actividad de madre
adoptiva que una vez la encontramos calentando un aguacate y una pera."
Hoy, la huerta de Juan Rulfo en Chímal es
desde luego su obra menos conocida, mas no por ello la menos hermosa, pues
constituye un jardín botánico bien representativo de la región.
Sin embargo, en un futuro no muy lejano podría ser destruida, como
ya se dijo, por las pretensiones del "progreso", esto es, por la onda expansiva
del cemento.
Negocito de alcalde
Inscrita en el municipio de Ozumba -el horroroso pueblo
contiguo, al que Fernando Benítez describió en 1970 como
una comunidad "envilecida"-, Chímal pertenece también
a la red de aldeas y ciudadelas que se agrupan al pie del Popocatépetl.
Desde que el volcán empezó a regurgitar cenizas y vapores
hace algunos años, los gobiernos del rumbo, acicateados por el del
estado de México y éste por la presión del federal,
emprendieron la tarea de construir rutas de evacuación orientadas
hacia la carretera México-Cuautla, que parte de Xochimilco.
Los trabajos han avanzado con asombrosa lentitud, pero
no se detienen. Ozumba ya tiene su propia salida de emergencia, Chímal
también (que de hecho es la de Ozumba), pero falta la de Atlautla,
que se ubica entre sus dos vecinas. Para salvar a los atlautlenses, a las
autoridades locales no se les ha ocurrido una mejor idea que tirar la mitad
de la casa y la huerta de Juan Rulfo y pavimentar el camino real a Atlautla
que, como su antigua designación lo indica, es una brecha que pasa
entre milpas y sube por el contorno de un arroyo.
Por absurdo que parezca, los "modernizadores" pretenden
arrasar no sólo con la dacha de Rulfo sino con la orografía
de la naturaleza para extender una calle de cemento de 8 metros de ancho
y 2 kilómetros de largo que desembocaría en una explanada
de Atlautla, donde a menos de cien pasos ya está lista para ser
transitada otra calle de cemento de las mismas dimensiones y características.
Pero si esto huele a pinche negocito de alcalde, abra
usted la ventana porque está en lo cierto. No obstante, la cosa
no termina allí. A los nuevos habitantes de Chímal
no les interesa la casa de Rulfo, ni conservar la traza prehispánica
del pueblo, ni preservar la maravillosa vegetación que los rodea,
ni guardar los valores culturales que han heredado, sino disponer de una
red de vías de comunicación que les permitan llegar a la
puerta de sus casas a bordo de sus camiones de carga que usan todas las
madrugadas para ir a la Central de Abasto a comprar verdura y revenderla
en Cuautla y en las rancherías de Morelos.
Como la agricultura ya no alcanza para todo, la población
de Chímal está optando por el comercio, y lo que necesita
es un estacionamiento comunitario, que para eso hay terrenos, en vez de
devastar los tecorrales y los patios de sus vecinos más antiguos.
Lo triste del caso es que si bien se ha formado una asociación civil
-llamada Agrupación Sorjuanista- para impedir la debacle, el gobernador
del estado de México, Arturo Montiel, no hace caso a sus llamados
de auxilio. Su única esperanza reside en que ahora, al calor de
los homenajes que el país rendirá a Juan Rulfo, el Presidente
de la República intervenga y movilice a las instituciones que pueden
cancelar esta locura.
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