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México D.F. Jueves 28 de agosto de 2003
Adolfo Sánchez Rebolledo
Juego peligroso
En los estados policiacos la vida privada de los ciudadanos realmente no existe, pues está sujeta a la permanente vigilancia de los órganos de seguridad: graban las conversaciones, espían, husmean a cualquiera, no importa si se trata de un personaje encumbrado o de un simple sospechoso en potencia, ya que en algún momento esa información servirá para consumir en leña verde a los presuntos herejes.
Entre los asuntos particulares y la vida pública no hay barreras infranqueables: lo que se diga en la recámara o en el teléfono se puede convertir en una acusación que fuera de contexto no requiere probarse: se basta a sí misma como evidencia. La absoluta autonomía de los cuerpos encargados de estas actividades los convierte en un poder por encima de la sociedad y garantiza la ausencia de límites y controles, su total impunidad. El método está condenado en las democracias, ya que en ellas la ley establece rigurosamente quién y bajo qué circunstancias puede violar el derecho a la intimidad para proteger a la sociedad, pero es tan eficaz y sus efectos tan devastadores que algunas agencias y grupos al margen de la ley siguen brindando ese servicio al mejor postor. Ex policías, investigadores sin escrúpulos, venden ese trabajo sucio en el mercado no menos pestilente donde la política deja de ser un arte y se convierte en simple actividad delictuosa. Estamos cansados de leer reportes de prensa denunciando las actividades ilícitas de esos grupos, aunque todavía no sabemos quiénes son los autores intelectuales, los dueños de la industria del espionaje y menos quiénes son sus clientes.
La fuerza de las revelaciones obtenidas por métodos clandestinos no está en la verdad de lo que se dice, que puede ser una falsificación, sino que se trata, en el mejor de los casos, de dichos arrebatados al secreto de lo íntimo, cuando las frases se relajan y los calificativos enrojecen. Contra ellas no hay defensa. Su publicación no se dirige a la inteligencia del lector eventual, sino al morbo; su preocupación primaria es estimular la misma clase de sentimientos que en el pasado concentraba a la multitud para observar al verdugo oficiar en el cadalso. La divulgación de ciertos pasajes que se consideran comprometedores anula cualquier consideración que no sea la idea del castigo: todo se reduce a la vida personal, la única que muestra al miserable que se esconde tras las apariencias.
Es grave y preocupante que en México vuelvan por sus fueros estos métodos propios de los peores tiempos de represión y autoritarismo. La difusión de un libelo atribuido a una supuesta asociación Ignacio M. Altamirano atacando a Elba Esther Gordillo es una peligrosa llamada de atención sobre la persistencia de grupos de poder empeñados en dirimir sus diferencias al margen de la legalidad, fuera, desde luego, de toda norma de convivencia política democrática. Tiene razón La Jornada al decir en su editorial de ayer: "si las conversaciones telefónicas entre Elba Esther Gordillo y otras personalidades políticas -intercambios transcritos en el libelo de marras- fueron auténticas, entonces el pasquín referido es prueba de una intrusión ilegal en la privacidad. Si son falsas, constituyen evidencia de difamación y calumnia. En cualquiera de los escenarios, tales transcripciones y su difusión expresan, además, una bajeza y un primitivismo plenamente reprobables e inaceptables en la vida republicana del México actual. Nada justifica una agresión semejante, ni contra Gordillo ni contra cualquier otro protagonista político".
Pero no es la primera vez que testimonios ilícitos se emplean como si fuesen legítimos. Una grabación, seguramente proporcionada por agencias del Estado, sirvió al presidente Zedillo para dinamitar la imagen de Carlos Salinas cuando éste trataba de reivindicar su obra de gobierno. Grabaciones ilícitas se pusieron en circulación con el fin de denostar al entonces candidato Vicente Fox y no son escasas las denuncias de otros intentos de espionaje telefónico descubiertos por los afectados. En realidad, se trata de una práctica que sigue ahí, como prueba de que no todo cambia, más allá de las ilusiones de renovación judicial con que de tarde en tarde nos agobian las supremas autoridades.
No es posible callar ante estos hechos. El juego peligroso de los autores del libelo merece una investigación a fondo y, por supuesto, la condena unánime de los que tenemos el privilegio de dirimir públicamente nuestras opiniones.
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