México D.F. Martes 12 de agosto de 2003
Luis Hernández Navarro
La Comuna de la Lacandona
La respuesta gubernamental al establecimiento de las Juntas de Buen Gobierno en Chiapas está más cerca de una estrategia de contención de daños que de una iniciativa de Estado para alcanzar la paz. Más que buscar una solución de fondo al conflicto, pretende pagar el menor precio político por un golpe que no puede parar.
Detrás de sus benévolos juicios al establecimiento de un autogobierno indígena de facto se esconde el temor a que los grandes capitales acusen a la administración de Vicente Fox de debilidad. Su precaución está basada en la imposibilidad de revertir el despliegue de la autonomía indígena. Los gobiernos rebeldes y la desobediencia civil de las comunidades son hechos que no han podido contenerse ni con la presencia del Ejército, ni con la actuación de los paramilitares ni con los programas de bienestar social.
No, en Chiapas no se está construyendo un puente para unir el mundo indio rebelde con la sociedad política tradicional. Lo que allí está naciendo -la Comuna de la Lacandona- no tiene nada que ver con la vida y las maquinaciones de Los Pinos, el Palacio de Covián, Xicoténcatl o San Lázaro. Ese puente quedó clausurado por la arrogancia del poder.
Y es que un enorme foso separa el mundo de la política formal de partes cada vez más importantes de la sociedad mexicana. Arriba, sin importar los colores del partido al que pertenecen, los profesionales del poder conspiran, se ponen zancadillas, se toman fotos, amarran compromisos con los dueños del dinero y se preparan para que el poder cambie de manos. Abajo, los invisibles hacen la vida, forjan sus identidades, resisten y se adueñan de su destino.
La magnitud de esa distancia fue medida por el termómetro de las pasadas elecciones federales. Seis de cada 10 mexicanos inscritos en el padrón electoral se negaron a votar y 3 millones que lo hicieron anularon sus sufragios. Fue la forma mexicana de decir "que se vayan todos", inaugurada en Argentina. Sin embargo, pasada la señal de alarma, todo siguió igual en las cúspides. Nadie se dio por aludido. "Fue una señal para que nos uniéramos y sacáramos adelante las reformas que el país necesita", se apresuró a explicar la clase política en su conjunto, mientras se zambullía de lleno en la carrera presidencial de 2006.
En este 8 de octubre, aniversario del natalicio de Emiliano Zapata, esta brecha se hizo aún mayor. Mientras unas deslucidas comisiones de organizaciones corporativas campesinas se entrevistaban con funcionarios públicos en diversas dependencias para exigir -por enésima ocasión- que se cumpliera el recientemente firmado Acuerdo Nacional para el Campo, miles de indígenas zapatistas y destacamentos de la sociedad civil se concentraron en la comunidad de Oventic para celebrar el nacimiento de las Juntas de Buen Gobierno.
Lo mismo sucedió un día después. El contraste no pudo ser mayor para la izquierda. Mientras en la ciudad de México la presidenta del PRD presentaba su renuncia por culpa del "fuego amigo" y las tribus se disputaban el botín, en los Altos de Chiapas los insurgentes chiapanecos convocaban a "promover la rebeldía y la resistencia pacífica frente a las disposiciones del mal gobierno y los partidos políticos".
Aunque la distancia entre los políticos profesionales y amplios sectores de la población no es novedad, se transformó en un hecho irreversible a partir de la aprobación de la reforma constitucional sobre derechos y cultura indígenas de 2001 y del fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación negándose a reparar el daño causado. Nunca en la historia reciente de México una legislación se discutió tanto como sucedió con la indígena, ni se levantaron tantas voces informadas abogando en favor de los puntos que esa reforma legal debía incluir. Cuando el Congreso de la Unión, en nombre de su autonomía, legisló en contra de los pueblos indígenas y de millones de ciudadanos, selló la suerte de la clase política en su conjunto. Cuando la Corte cerró la última puerta del Estado mexicano a los habitantes originarios, clausuró también los vasos comunicantes que lo vinculaban con el México de la calle y de los campos.
Contra lo señalado por distintos voceros gubernamentales, la construcción de instituciones autonómicas de facto y el autogobierno de miles de indígenas no abre las puertas al diálogo con el gobierno y la clase política. Este parece estar irremediablemente roto. Los partidos políticos cerraron la puerta del entendimiento al aprobar una reforma constitucional mezquina, en tanto la administración de Vicente Fox no tiene ni la fuerza ni la voluntad para impulsar un proyecto de paz en Chiapas. En su lugar, los rebeldes han pasado a hacer realidad, sin pedir permiso, aquello que fue pactado con el Estado mexicano el 16 de febrero de 1996.
Hasta ahora la política del Ejecutivo se ha limitado a habilitar como comisionado a un fantasma que deambula por las Cañadas, procurando convencer a las co-munidades en rebeldía que acepten las ayudas oficiales. Como bien saben los empresarios, una y otra vez Los Pinos ha dado muestra de no puede cumplir los compromisos que establece. A comienzos de su administración el Presidente ofreció cumplir con los compromisos fijados por el EZLN para reiniciar el diálogo. A más de tres años de distancia esas condiciones siguen sin solución. A juzgar por los mensajes gubernamentales nada de eso se modificará.
Las Juntas de Buen Gobierno anuncian la emergencia de un nuevo poder constituyente. Su vitalidad contrasta con la decrepitud en la que deambula la clase política. Como sucedió en Venezuela, Perú, Argentina, Ecuador o Bolivia, los políticos profesionales en México caminan aceleradamente hacia el colapso. En el laboratorio de la Comuna de la Lacandona parece estar en gestación una alternativa al desencanto.
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