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México D.F. Martes 29 de julio de 2003
Edgar Gutiérrez*
El reto de la democracia en Guatemala
¿Se puede construir la democracia sin demócratas?
Tras la etapa más cruenta de la guerra civil, Guatemala abrió
una transición democrática con Constitución, un andamiaje
institucional básico y gobiernos civiles electos. Fue, sin embargo,
una transición sucia, pues a la par de la legalidad formal coexistía
la lucha armada y sus métodos clandestinos contra una guerrilla
diezmada pero activa en la arena internacional. Entonces las violaciones
a los derechos humanos no eran masivas, sino selectivas, con el objetivo
contrainsurgente de debilitar la inserción de las fuerzas rebeldes
en la política local.
Bajo condiciones de sitio político, los demócratas
quedaron reducidos a la marginalidad. Dispersos como poder electoral, buscaron
refugio en la academia y las organizaciones no gubernamentales, o incursionaron
individualmente en los partidos mayoritarios de derechas, de corte empresarial
y militar. Algunos intelectuales formados por el viejo líder anticomunista
Mario Sandoval trataron de abrirse paso desde posiciones centristas modernas,
inspirados en la transición española.
Ambas escuelas, desde posiciones de poder real subordinadas,
buscaron influir en la redacción de las leyes y en el diseño
de una agenda de democratización del Estado en los años 80.
También contribuyeron a negociar los acuerdos de paz en los 90,
y enriquecieron la agenda democrática del país en los últimos
cuatro años.
Los
límites de la democracia, la paz y el desarrollo en Guatemala son
los de los demócratas que no volvieron conversas a las elites políticas
de la oligarquía y la casta militar. Son también los límites
de las múltiples formas de incidencia y presión de la comunidad
internacional. Las elites se sofisticaron en maneras y lenguaje, pero su
cultura de poder es aún inconmovible.
Bajo la sombra de los aparatos militares, los guatemaltecos
despertamos a las libertades civiles en el gobierno de Vinicio Cerezo.
Y aunque los siguientes tres gobiernos cumplieron las tareas formales de
la democracia, los asuntos de fondo continuaron pendientes. Parte del aparato
contrainsurgente se dislocó entre mafias corruptas y crimen organizado;
las negociaciones de paz no alcanzaron a desmantelarlo. El Estado quedó
secuestrado por las oligarquías, resistentes sistemáticas
al pago de impuestos y alérgicos a la existencia de una clase política
autónoma.
En esas condiciones no es extraño que después
de 20 años de democracia los territorios azotados por la extrema
pobreza se hayan duplicado; que la clase política y los partidos
estén confinados a la impotencia y, por tanto, a la vindicta popular,
mientras la justicia permanece postrada ante el imperturbable monumento
de la impunidad. Es una impunidad sistémica: en derechos humanos,
asuntos fiscales, laborales y agrarios, corrupción, criminalidad,
discriminación y racismo.
La paradoja de la historia es que no fueron las izquierdas
insurrectas ni los demócratas, sino el controversial general Efraín
Ríos Montt y su partido, el FRG, quienes expusieron la disfunción
del sistema cuando apoyaron que Alfonso Portillo ejerciera la presidencia.
Portillo comenzó a desnudar el régimen de privilegios de
la oligarquía, pero su legitimidad fue minada por la reputación
internacional de Ríos Montt -comparada con la de Pinochet- y la
pervivencia de un Estado estructuralmente corrupto e ineficiente. Portillo
es un demócrata sin muchos demócratas a su alrededor, pero
con suficientes opositores de la oligarquía cuya influencia en los
mercados, los mass media y grupos de la sociedad civil, es aplastante.
Hoy día Guatemala está ante una prueba democrática
anormal. El 9 de noviembre deberán celebrarse elecciones. Tal como
lo hizo en 1990 y 1995, Ríos Montt pidió participar. En aquellos
años se le negó la inscripción, pues existe un artículo
constitucional ad hoc que proscribe optar a la presidencia del país
a quien encabece un golpe de Estado, y a sus descendientes (es curioso
que sí puede ser diputado; es más, Ríos Montt ha sido
presidente del poder más democrático del estado, el Congreso,
en cinco ocasiones). Sólo los votos minoritarios de dos juristas
independientes, el ex presidente de la Corte Suprema, Edmundo Vásquez,
y el ex ministro de Jacobo Arbenz, Héctor Zachrisson, le dieron
la razón en aquellas dos ocasiones.
Esta vez logró una resolución a su favor
en la Corte de Constitucionalidad. Pero su mayoría es inestable
y resulta altamente probable que le nieguen otra vez la inscripción.
Y es que además de haber oligarcas ofendidos, a la sociedad civil
y la comunidad internacional les resulta difícil explicar cómo
bajo las reglas de la democracia adquiere tanta ascendencia sobre las masas
empobrecidas un personaje que ya sólo habla en ciertas novelas de
Vargas Llosa, Roa Bastos y Asturias.
El 24 de julio por la madrugada, simpatizantes del FRG
ocuparon calles de los barrios exclusivos de la capital. Con pasamontañas,
al estilo zapatista, y algunos vistiendo playeras con grabados del Che
Guevara, lanzaron consignas contra los oligarcas, fueron hostiles con
los periodistas y exigieron la inscripción de Ríos Montt.
Treinta y seis horas después abandonaron la ciudad. La prensa denominó
este episodio como "jueves negro" e increpó a las autoridades por
no haber reprimido a los manifestantes. El presidente Portillo dijo que
bajo su gobierno ninguna protesta había sido reprimida, fuese de
campesinos, sindicalistas, maestros o partidos. Pero ofreció sacar
al ejército para controlar disturbios. Como los soldados en las
calles fueron pocos y operaron sólo en zonas periféricas,
el presidente fue acusado de violar la ley.
Esta vez se interrumpió súbitamente la tradición
de rechazo de la sociedad civil a que los gobernantes acudan al ejército
para controlar desórdenes sociales. Y todos criticaron a la policía
por sus buenas maneras, no obstante que el alarmante desafío del
FRG al orden público no cobró víctimas directas. Con
las elites exacerbadas, con la política judicializada y la
inmensa mayoría de la población ajena a las elecciones; en
medio de acusaciones de fraude -por demás improbable- y rumores
de golpes de Estado, Guatemala entra en la recta final de unas elecciones
que han desvelado el agotamiento del régimen institucional y jurídico,
asomando la urgencia de reformas profundas y el liderazgo de demócratas
auténticos, no de conveniencia. Este es el nuevo trance de la democracia
en Guatemala, y trabajamos para que ésta salga bien librada.
* Ministro de Relaciones Exteriores de Guatemala.
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