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México D.F. Viernes 25 de julio de 2003

Horacio Labastida

Defendamos la riqueza nacional

El pasado 20 de julio apareció un excelente artículo de Antonio Gershenson titulado "El petróleo y la Constitución", cuyo texto pone al día una concepción que frecuentemente ha infringido el presidencialismo autoritario, desde su establecimiento por Santa Anna en 1834 hasta el presente.

Hacer a un lado los mandatos constitucionales que protegen intereses materiales y culturales del país para beneficiar a las elites del dinero y el poder, caracteriza a las altas burocracias que han manejado el aparato gubernamental del Estado. Lo hicieron así Santa Anna y Porfirio Díaz por 55 años, al amparo de ideologías contrarias a la nación. El primero se abanderó en los fueros y privilegios por sobre las necesidades populares, y el segundo, no menos atrabiliario, izó el emblema de orden y progreso en el propósito de justificar el poder absoluto que haría posible el paso de la sociedad militar a la sociedad civil, sustituyendo con esta tesis darwinista y spenceriana el positivismo comtiano-barredista de la república restaurada por Juárez. La impudicia de López de Santa Anna, que ofreció a Houston entregarle Texas y que vendió a James K. Polk (1845-49) la Alta California y el actual sudeste estadunidense, no echó mano de ninguna filosofía porque nada sabía de la ciencia de Platón; su táctica fue hallar coyunturas que le permitieran canjear sus entradas a palacio por apoyos militares al clero y a los negociantes de la época. Las normas constitucionales de aquel medio siglo fueron reconocidas y aplicadas sólo cuando así convenía a las minorías acaudaladas, y olvidadas o infringidas si garantizaban derechos populares.

Esa lógica resultó empeñosamente acatada de cara a la Constitución revolucionaria de 1917. La demanda de justicia social y respeto a la soberanía nacional, que hizo José María Morelos y Pavón al constituyente de Chilpancingo (1813), floreció con máximo vigor en el movimiento zapatista de Tierra y Libertad, dando espíritu avanzado al artículo 27 de la Carta Magna. Ante el saqueo de recursos esenciales por el capitalismo extranjero, que sin límites desató la etapa limantouriana del porfirismo, poniendo en grave inestabilidad a la nación, el constituyente queretano recobró la propiedad eminente o directa de la nación sobre las tierras y aguas comprendidas en el territorio, así como la suprema facultad de imponer a la propiedad privada las modalidades que exija el pueblo, y con base en estos recios apuntalamientos de la reconstrucción del ser mexicano, por primera vez un constituyente acordó distribuir la riqueza en tres formas cuya armonía garantizaría en términos reales el crecimiento de la sociedad justa exigida primero por Morelos en los Sentimientos de la nación (1813) y posteriormente por Lázaro Cárdenas al hablar a las masas del país. Una equitativa distribución de la riqueza aseguraría una equitativa distribución de la cultura y de los bienes económicos. Reconoce en primer lugar una propiedad nacional administrada por el Estado, con el fin de impulsar el progreso colectivo, al lado de la propiedad social de la mayorías y de una propiedad particular empresarial, respetuosa de los intereses generales. Esto decretó el constituyente queretano al reproducir en normas legales los sentimientos generales de la insurgencia morelense y los sentimientos de los revolucionarios que combatieron y vencieron a Porfirio Díaz y al Estado criminal de Victoriano Huerta. Ahora bien, en el centro de la propiedad nacional básica, ineludible e irrenunciable están los hidrocarburos en calidad de patrimonio no concesionable, tesis que posteriormente incluyó a la energía eléctrica con la misma definición de inconcesionable, naturaleza jurídica que nadie, absolutamente nadie, puede cambiar sin violar, repetimos, la letra y el espíritu de la ley suprema.

El medio de que se han valido los titulares de los gobiernos para atropellar el orden constitucional ya no es la vieja revuelta y el consiguiente cuartelazo, no, ahora mañosamente se habla de un constituyente permanente sacado de un artículo 135 interpretado faccionalmente. Ya lo hemos repetido. La teoría es evidente. El constituyente es una asamblea de diputados que recibe del pueblo de manera directa la soberanía para organizarlo por la vía de mandamientos jurídicos esenciales y no esenciales, en la inteligencia de que los primeros sólo pueden ser reformados por la misma soberanía directa otorgada a otro constituyente, y de ninguna manera por facultades derivadas, no originales, que el constituyente da a un Poder Legislativo ordinario. En los términos del artículo 135 mencionado, el Congreso de la Unión previsto en el capítulo II de nuestro código superior sólo tiene potestades derivadas, y por tanto carece de capacidad para reformar mandamientos esenciales de la Constitución. Puede ampliarlos pero de ninguna manera cambiarlos, precisamente por ser autoridad secundaria y no primaria: únicamente ésta y no ésa recibe de manera inmediata la soberanía de la nación. La ubicación mediata del Congreso lo priva de la competencia de alterar sustantivamente la Carta Magna. Obvios son los límites del artículo 135 que ignoraron Obregón y Calles al imponer de facto los Tratados de Bucareli (15 de mayo de 1923); Carlos Salinas de Gortari al privar a los campesinos de derechos dotatorios de tierras y permitir su asociación con empresarios capitalistas, y Vicente Fox con sus denominados ajustes estructurales y los convenios Pidiregas, o sea, entregar el petróleo, la electricidad, el gas y otros recursos vitales al capitalismo extranjero y sus asociados del interior. La conclusión está a la vista. Aunque hubiera mayoría suficiente en la 59 Legislatura para metamorfosear la Constitución y privatizar los hidrocarburos y la electricidad, el acuerdo así sería nulo de pleno derecho por provenir de autoridad incompetente. Esto es lo que siente y piensa la inmensa mayoría del pueblo mexicano.

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