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P O L I T I C A
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México D.F. Sábado 19 de julio de 2003

Ilán Semo

Soledad civil

Si se quiere interpretar el altísimo grado de abstención que distinguió a las elecciones del 6 de julio (60 por ciento, aproximadamente) como el síntoma de un malestar, o de un cúmulo de malestares -interpretación que no es inevitable, dados los elevados grados de abstención que han caracterizado tradicionalmente a las elecciones de medio camino-, es preciso partir de una orografía datable: un proceso electoral en varios pisos. La relación entre un piso y otro no resulta necesaria (aunque sea posible), y varía de región en región, de mentalidad en mentalidad, de estrato en estrato, en una geografía social y cultural que siempre dificulta su definición a partir de alguna (hipotética) "dimensión nacional". Además, refleja el complejo y barroco panorama de opciones y alternativas que aguarda al elector a la hora de depositar su voto.

Sabemos cuáles son las afinidades de quienes acudieron a votar. Imposible descifrar las de quienes no acudieron a las urnas. Lo esencial es la disputa que ha seguido por las interpretaciones de esa masiva abstención; interpretaciones que quitan o confieren legitimidad a las fuerzas que logren transformarlas en consensos de opinión. En la política contemporánea, la capacidad de interpretar se revela, una y otra vez, como una arma esencial del consenso.

En la batalla de las lecturas de la elección, la que parece imponerse gradualmente es la que infiere una escisión (grave) entre la sociedad política y la sociedad civil: si el electorado mantiene su lealtad al pluralismo y la diversidad, no parecen entusiasmarlo los usos que se hacen del pluralismo y la diversidad, es decir, la peculiar relación que empieza a imponerse entre representantes y representados, entre gobernantes y gobernados. Una historia de cualquier transformación de las dimensiones que cobró el año 2000 mostraría las enormes dificultades que se interponen en el tránsito entre un principio de autoridad autoritario (valga la redundancia), como el que rigió al país durante más de 70 años, y un principio de autoridad democrático, como el que apenas (y a muy duras penas) se está confeccionando en la actualidad. El principio de autoridad del régimen autoritario estuvo basado en la lealtad personal a los jefes (desde el cacique hasta el presidente) y en la fidelidad a los cerrojos de la complicidad. En un orden democrático, el único principio de autoridad imaginable es el que imponen la ley y la eficacia de las instituciones para ponerla en vigor. Los hechos que se acumulan en los primeros tres años de la administración panista sugieren más bien una tendencia de continuidad, y no de ruptura, con las antiguas prácticas. Los hechos: Amigos de Fox, Canal 40, empresarios exonerados mágicamente, silencio sobre los responsables del fraude bancario de 1996, nada sobre la guerra sucia, etcétera. Aunque asumen variantes nuevas, las redes de complicidad permanecen intactas. De un lado se le ofrece a la sociedad democracia y ley, y por el otro, la sociedad política dedica su mayor esfuerzo a demostrar que es inmune a la ley. Si cualquier transformación del principio de autoridad es de por sí angustiante, puesto que modifica todas las reglas del juego, un cambio sin destino manifiesto puede resultar degradante, fragmentario, una vía a la decadencia.

Por lo reducido del universo electoral que acudió a las urnas el 6 de julio, se puede desprender la conclusión de que ese 40 por ciento de votantes representa acaso el "voto duro" de las tres principales fuerzas políticas. En cifras aproximadas, 37 por ciento para el PRI, 33 por ciento para el PAN y 19 por ciento para el PRD. Es decir, ese voto ligado a lealtades o afinidades que sobrepasan los temporales electorales. De ser cierto, ninguno de estos números muestra tendencia alguna que defina las perspectivas de la elección de 2006. La razón es bastante obvia. Una elección presidencial debe, en principio, atraer al otro 30 o 40 por ciento de los votantes que se quedaron en sus casas. Son suficientes para desbalancear todas las cifras del 6 de julio pasado. Más aún, si se sigue la historia de las elecciones presidenciales recientes. En 1988, Cárdenas obtuvo, comenzando casi de la nada, 32.1 por ciento de la votación oficial. En 2000, Fox se hizo de la victoria, ahí donde el PAN no superaba 23 por ciento de recaudos nacionales. Lo único que indican los números de 2003 es que la elección de 2006 será esencialmente volátil. Cualquiera de las tres fuerzas puede aspirar al triunfo. Por supuesto, alguna más que otra. De ahí que el catastrofismo sobre el "retorno al pasado" que ha contagiado a buena parte de la opinión pública represente más una reacción que una reflexión.

Lo que resulta demostrable de las elecciones pasadas es que el PRI se niega a realizar una reforma que lo habilite realmente como un partido comprometido con la transparencia electoral. Las elecciones regionales de Sonora, Campeche, Morelos... al igual que las del estado de México en febrero pasado, muestran a un partido que ha hecho su apuesta esencial a preservar sus maquinarias electorales tradicionales. Un retorno de este PRI a la Presidencia traería consigo indudables vientos restauradores. Pero faltan tres años.

La diferencia entre el voto que se otorga por un lado al PRI, y por el otro al PAN y al PRD, es que el primero se define por lealtades tradicionales y corporativas, y el segundo pasa por cierta reflexión sobre el desempeño a la hora de gobernar. (Lo contrario no es en todos los casos falso.) Sólo así se puede interpretar el castigo del electorado al foxismo, y la "luz verde" que otorgó a la política de López Obrador en el DF. Por lo menos hay dos tipos de electores. El dilema para 2006 consiste en si el voto, digamos, "racional" logra desbancar al voto promovido por las maquinarias electorales.

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