México D.F. Miércoles 28 de mayo de 2003
José Steinsleger
Tiempos malditos
Aunque la búsqueda de semejanzas entre las formas decadentes del imperio romano y las del imperialismo yanqui sea un ejercicio comprensible y respetable (muchos son los puntos en común), no hay equivalencias válidas.
Eso sí, se vale soñar. Quizá uno de estos días aparece en Washington algún grupo de senadores que decidan conjurarse contra el mismísimo George W. Bush y en "poquísimos momentos" su cuerpo sea "...repetidamente atravesado, como si fuese un animal salvaje", tal como Plutarco cuenta en Vidas paralelas el fin de Julio César (44 ac).
Imaginemos a la víctima diciendo: Ƒtú también, Dick?, Ƒy tú, Colin? Imaginemos que en lugar de Condoleezza circule en los pasillos de la Casa Blanca la rencarnación de Locusta, famosa envenenadora romana de la época, quien por orden de Agripina le sirvió a Claudio el plato fatal de setas que lo mandó al otro mundo, tras conseguir que el emperador nombrase a su hijo Nerón sucesor en el trono.
Las intrigas palatinas de la Claudia-Juliana, dinastía que integró la primera tanda de los doce césares (47 ac-68 dc), fueron ocurrentes y exquisitas. Al empezar el primer siglo de nuestro calendario, el sucesor de César, Augusto, impulsó una de las etapas más brillantes de la historia romana. El imperio recayó después en manos de terroristas como Tiberio y en locos crueles como Calígula, quien hizo nombrar cónsul a su caballo. Pero hubo hombres como el tartamudo y cultísimo Claudio, quien pese a su debilidad por las mujeres y las setas, logró rencauzar el prestigio, la influencia y la vida institucional del Senado.
Hasta que llegó Nerón, quien luego de asesinar a su madre y a su hermano tuvo su propio 11 de septiembre en 64 dc, cuando ordenó el incendio de Roma para echarle la culpa a los cristianos. Sólo que a diferencia de George W. Bush, Nerón tuvo el acierto de condenar a muerte a los ciudadanos ricos, cuya fortuna pasó a alimentar el tesoro público.
El vasto y complejo proceso de expansión del imperio romano trajo consigo importantes y radicales cambios económicos, sociales y políticos para la humanidad. En este sentido, resulta ineludible la ponderación de sus formas culturales helénico-judeo-latinas y cristianas, de las que somos tributarios.
ƑPodemos decir lo mismo del puritanismo fundamentalista que Estados Unidos trata de imponer al mundo? Lejos de ser portadora de un modelo civilizador, la política de Washington exporta el afán de lucro sin más de sus corporaciones económicas, el envilecimiento político de los gobiernos y países que caen en sus redes, la destrucción ambiental de los territorios que conquista y la alienación y embrutecimiento cultural de los pueblos que somete.
La analogía entre la Roma imperial de hace mil años y el imperialismo moderno peca de ligereza y superficialidad. Inclusive la analogía entre el nazifascismo hitleriano y el cristianismo fundamentalista-sionista antijudío y antiárabe (o sea doblemente racista y doblemente antisemita) tampoco ayuda a vislumbrar los desafíos que atraviesa el mundo político contemporáneo.
Derrotado por una humanidad que sin distinción de ideologías se levantó en armas para combatirlo, el nazifascismo duró poco más de 20 años. En cambio, el imperialismo estadunidense lleva dos siglos de ejercicio y, con el respeto debido a los movimientos sociales que se le oponen en los cinco puntos de la Tierra, nada indica que por ahora su curso pueda ser revertido.
Los romanos y los nazis fueron cuidadosos a la hora de saquear el patrimonio cultural de los pueblos que conquistaban. El bombardeo de la flota romana sobre Alejandría acabó con 400 mil volúmenes de su famosa biblioteca. Pero esta destrucción no fue deliberada y obligó moralmente a Roma a indemnizar a los ptolomeos con miles de volúmenes de sus bibliotecas. En cambio, la reciente destrucción y pillaje de los museos de Bagdad fue un intento deliberado y sospechosamente planificado de borrar la memoria de la humanidad anterior a Abraham.
Con todo, hay tribunos del imperialismo yanqui que hablan con el mismo tenor irónico y doloroso de un Séneca, quien en tiempos de Nerón fue capaz de decir ante el Senado: "los romanos somos demasiado arrogantes, duros y violentos con nuestros esclavos". Es el caso del discurso del senador Robert C. Byrd, decano del Congreso de Estados Unidos, pronunciado ante el pleno del Senado el 21 de mayo pasado ("La verdad saldrá a flote", La Jornada, 23/5/03).
"...la verdad -dijo Byrd- siempre encuentra con el tiempo la forma de escabullirse entre las grietas. El peligro, sin embargo, es que en algún momento ya no importe. El peligro es que se infiera el daño antes que la verdad se comprenda por completo."
Palabras que deberían ser suscritas por cualquier persona interesada en ver más allá de sus narices. Implícitamente, el así llamado "virginiano occidental del siglo xx" nos dijo que los césares de la Roma antigua y Adolfo Hitler fueron tímidos rufianes de esquina en comparación con lo que hoy representan George W. Bush y Ariel Sharon.
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