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México D.F. Martes 27 de mayo de 2003

Vilma Fuentes

Una visita inesperada

Habría querido comentar el final de la venta de la colección Breton: la revelación de viejas querellas y ambiciones, la manera en que se redujo el estaliniano comité de vigilancia contra la dispersión de la colección, la noble actitud de Aube, la hija y heredera del fundador del surrealismo. Pero, pero...

No olvidé todo lo que pasó desde el 10 de abril y apenas comienzo a recordar.

Sin pedir cita y sin avisar, como es su costumbre, se instaló junto a mí esa mujer sin edad, sin rostro, sin voz, que se introduce en sus víctimas -escogidas menos al azar de lo que pudiera imaginarse- acaso para poseer al menos durante unos instantes los más inasequibles, puesto que ya no pertenecen al tiempo, los rasgos de una cara, las formas de un cuerpo, la sensación, aunque no sea sino agonizante, de la vida.

Me siguió de París a Dieppe, un hermoso puerto, la ciudad de las más bellas competencias de voladores de papalotes, a donde llevábamos Jacques y yo a Pablo.

Sentada a mi lado en una banqueta del tren, su presencia, aunque todavía invisible, me transmitía con una fuerza inusitada la angustia del tiempo que se acaba. Sólo el dolor, que iba aumentando en el pecho, la dificultad creciente para respirar, calmaban esa angustia arrinconándome en la estrechez de ese lugar donde no cabe nada más que la sensación física del sufrimiento y no hay lugar para la memoria. Tal vez, por ello, el dolor se olvida tan pronto.

Cuando ninguna posición me dejó la más leve tregua -sentía el corazón ir de un lado a otro según mis movimientos-, fuimos al hospital. Me instalaron en ''cuidados cardiológicos intensivos'' y calmaron el dolor con morfina.

Los diagnósticos se sucedían entre radios y ecografías, escáners y análisis de frasquitos y frasquitos de sangre. Los médicos abandonaron la idea de un infarto que ya habría ocurrido, sin dejar de temer su inminencia. Al principio, a pesar de los tubos de perfusión y aparatos diversos a los que me conectaron para seguir la evolución del corazón, los pulmones y otros órganos, me interesé en análisis, diagnósticos, augurios... Poco a poco dejé de interesarme. Me hundía en un sueño sin sueños en cuanto Jacques se iba con Pablo. Sólo su presencia me arrancaba a ese torpor cercano a la total inercia.

Algunos telefonazos de personas queridas, desde luego de Tania, a diario, de Aurelia, de mi mamá, mis hermanos, Lily, Beto, Lourdes, mis cuñados, Magda, Felipe, Marie-Paule, Chantal, Jean-Marie, Danièle, de amigos, me recordaban que la vida me invitaba a seguir su curso. En otras llamadas, en cambio, sentía el tono simuladamente compungido de quien da el pésame con rapidez antes de correr a otra actividad mundana menos obligada.

Descubrieron lo que tenía, escuché de lejos, sin interés: un líquido ponzoñoso en el pericardio iba aplastando el corazón cada día con más fuerza; ataque de los pneumococos a la pleura; septicemia... ''Una sola de estas enfermedades puede matar a cualquiera. Las tres juntas...'', comentó un médico.

Los días y las noches dejaron de pasar. Alguna vez traté de recordar quién era. Luego, dejó de interesarme la cuestión.

Una noche desperté, de pronto, con lucidez. Sentí que no podía respirar, que me estaba yendo. Mi primer movimiento fue el de dormirme de nuevo y olvidar todo esto -ya sin importancia-. Pero la vocecilla de Pablo diciéndome que si él se curaba de su gripe era porque quería y yo podía aliviarme de mi doble gripe de la misma manera; la voz de Tania que en vano ocultaba su angustia, y, sobre todo, Jacques luchando contra todo y contra todos, inclusive contra mí, para arrancarme a la muerte.

Soné el timbre, le dije a la enfermera, que apenas me oía, que me estaba yendo. Entendió. Entre dudas y temores, la doctora de guardia aceptó la responsabilidad del drenaje de ese líquido en el pericardio que exigí y logré diciendo que firmaba que yo así lo había querido en el caso de...

-No se olvide que vuelve de muy lejos, me dijo al despedirse el director del hospital.

Poco a poco advertí que había pasado un mes. Quince días más tarde, con un ligero humor, la cardióloga que sigue la evolución de la enfermedad me dijo: ''Se han visto casos de personas que reúnen las tres enfermedades. Pocos escapan. Pero hay excepciones. La prueba: usted''.

Había logrado, al menos por ahora, mandar al diablo a la ''putilla del rubor helado''.

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